El nuevo cine bipolar: cuando la pantalla se parte en dos

Vivimos tiempos en los que todo se fragmenta. La política, la moral, el amor, el arte. También el cine, ese espejo donde antaño la humanidad se miraba para reconocerse, hoy se ha convertido en una superficie quebrada, una lámina de mercurio donde cada espectador ve un reflejo distinto. Nace así lo que podríamos llamar el cine bipolar: un fenómeno de nuestro siglo, capaz de dividir al público con una virulencia casi religiosa.

Son películas que no admiten la tibieza. Obras que uno o adora o detesta, que generan titulares inflamados y comentarios incendiarios. Títulos como Batalla tras batalla, Anora, La sustancia, Emilia Pérez o el universo gélido de Yorgos Lanthimos —ese entomólogo de lo humano— se han convertido en campos de batalla simbólicos. Lo mismo ocurre con Megalópolis de Coppola, Todo a la vez en todas partes, Nomadland, El poder del perro o Sirat: cintas que parecen diseñadas para dividir como los plebiscitos de la era digital.

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El cine, que durante décadas fue un lenguaje común donde la emoción unía a las masas —una risa compartida, un llanto colectivo—, ahora parece otro frente de polarización. Frente a las salas donde Chaplin, Ford o Fellini hacían coincidir a obrero y burgués, hoy encontramos dos tribus enfrentadas. Por un lado, la esfera elitista: esa crítica que se pronuncia con tono oracular, midiendo conceptos como si el arte fuese una ciencia exacta. Por otro, la esfera terrenal, la del público que solo pide que el relato lo abrace y lo conmueva, sin necesitar de un manual de lectura ni de una tesis universitaria.

El cine bipolar no es necesariamente malo ni bueno. Es síntoma. Es la fiebre que revela el desajuste de una sociedad partida entre los que opinan desde la abstracción y los que opinan desde la piel. Películas como La sustancia o Todo a la vez en todas partes son experimentos emocionales: producen fascinación y rechazo en idéntica proporción, como si el arte hubiese recuperado el poder de irritar, de incomodar, de provocar una conversación —aunque sea violenta— sobre lo que significa ver, sentir y pensar.

Detrás de esta fractura se esconde una verdad melancólica: el cine ha dejado de ser un lenguaje universal. Ya no compartimos los códigos, ni los símbolos, ni las emociones. Lo que antes era comunión, hoy es disonancia. Cada espectador lleva su propia pantalla en el bolsillo, su propio algoritmo, su propio dios. El cine bipolar no divide: refleja esa división que ya nos habitaba antes de entrar en la sala.

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Quizás, paradójicamente, ahí resida su belleza. En recordarnos que aún somos capaces de discutir con pasión sobre una película. Que seguimos buscando sentido, aunque lo encontremos en lugares opuestos. Que el cine, en su fiebre bipolar, sigue siendo —como nosotros— un territorio de contradicciones, un corazón que late entre el arte y el ruido, entre la razón y el deseo.

Y tal vez, cuando el polvo se asiente, descubramos que esas películas tan odiadas o tan adoradas fueron, precisamente, las que mejor supieron hablarnos de nosotros mismos.

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