Black Flag Resynced: el paraíso perdido de Assassin’s creed vuelve a izar las velas
Hay entregas que sostienen una saga y otras que la contradicen con una sonrisa. Assassin’s Creed IV: Black Flag pertenece a esta segunda estirpe: la del desvío luminoso, la del gesto inesperado que, sin romper nada, lo ilumina todo de otra manera. Que Ubisoft esté a punto de devolverlo al presente bajo el nombre de Black Flag Resynced no es solo una operación de memoria industrial; es la oportunidad de reactivar la magia más fresca, libre y paradójicamente más pura de toda la franquicia.

En una serie edificada sobre la aventura, la exploración y la Historia con mayúsculas, Black Flag eligió una de las épocas más fértiles del imaginario colectivo: la edad dorada de la piratería. No como postal romántica, sino como territorio vivo. El Caribe no era un decorado, era un estado de ánimo. Aguas turquesas que parecían no terminar nunca, selvas verdes hasta la asfixia, pueblos coloniales suspendidos bajo un sol perenne que prometía peligro y libertad a partes iguales. Pocos juegos han conseguido que el espacio sea tan deseable como este.

Curiosamente, Black Flag nunca fue comprendido del todo en su momento. Llegó cuando la saga empezaba a mostrar síntomas de agotamiento y muchos no supieron ver que aquel Asssassin’s Creed que parecía “menos Assassin” era, en realidad, el más valiente. El más ligero. El más feliz. Edward Kenway no era un credo con patas, sino un hombre empujado por la codicia, el azar y el mar. Un protagonista imperfecto, más cerca del aventurero clásico que del mártir filosófico. Y eso lo hacía profundamente humano.

La gran revolución, por supuesto, fueron los barcos. No como simple mecánica, sino como cambio de perspectiva. Navegar no era ir del punto A al punto B; era habitar el trayecto. El océano se convirtió en mapa emocional. Cantar con la tripulación, avistar islas al horizonte, decidir si desembarcar o seguir adelante. De pronto, Assassin’s Creed dejaba de ser una sucesión de ciudades verticales para transformarse en una experiencia de exploración abierta, casi contemplativa. No estábamos ante un escenario: estábamos dentro de un mundo.
Por eso Black Flag siempre ha sido visto como el lado luminoso de la franquicia. El lugar al que uno querría regresar cuando el tono se volvía demasiado grave, cuando la narrativa se enredaba en su propia mitología. Aquí la épica era sal, viento y madera crujiente. Una aventura que invitaba a perderse, no a cumplir tareas.

El remake —Assassin’s Creed IV: Black Flag Resynced, ya prácticamente confirmado tras su aparición en la clasificación europea— promete algo más que un lavado visual. Se habla de mejoras jugables sustanciales, de una actualización tecnológica a la altura de Assassin’s Creed Shadows, e incluso de nuevo contenido narrativo para profundizar en la figura de Kenway. Que se hayan eliminado las secciones del presente es una decisión polémica, sí, pero también coherente con aquello que siempre hizo especial a Black Flag: su autosuficiencia como aventura histórica, casi independiente del resto del credo.
La incógnita está en cómo Ubisoft reinterpretará el final, cómo coserá pasado y legado sin traicionar esa sensación de libertad que definió al juego. También queda en el aire el posible regreso de Freedom Cry, una expansión que dotó al universo de Black Flag de una densidad política y emocional inesperada.

Pero más allá de filtraciones, PEGI y calendarios fiscales, lo esencial permanece intacto: Black Flag es el Assassin’s Creed más fresco porque se permitió ser otra cosa. El más peculiar porque entendió que la exploración no consiste en llenar mapas, sino en despertar deseo. El más recordado porque supo que la aventura, cuando es verdadera, no envejece.
Este remake no debería limitarse a modernizar texturas. Debería reanimar una sensación: la de izar velas sin rumbo fijo, la de sentir que el horizonte siempre guarda una promesa. Si lo consigue, Black Flag volverá a demostrar que, incluso en las sagas más largas, a veces la obra más libre es también la más duradera.



