Cuando el cuerpo detiene la bala: el desnudo de Leslie Graves en Death wish II (Yo soy la justicia)

En el caótico y despiadado universo de Death Wish II (Michael Winner, 1982), donde las calles hierven de sangre y los impulsos más bajos son presentados como una suerte de justicia primitiva, irrumpe, casi como un susurro inesperado, una escena que descoloca, que desarma: Leslie Graves aparece en topless, ajena a todo, sumida en la placidez de la música que le entregan sus auriculares, danzando al borde de un mundo que está a punto de aplastarla.

Es un instante breve, pero su resonancia es profunda, casi subversiva. En una película que se engolosina con la violencia y la venganza masculina, este desnudo gratuito —o al menos presentado así por la maquinaria superficial del cine de explotación— se convierte en un oasis brutalmente hermoso, una rendija por la que se cuela un erotismo inocente y, al mismo tiempo, devastador.

Graves no se ofrece al espectador como mero objeto de consumo; ella existe en su propio ritual, en una burbuja sensorial donde la música es más poderosa que el ruido de los disparos. Esa autonomía estética, ese pequeño instante de felicidad, pone en jaque la estructura moral del film. Porque mientras Charles Bronson recorre las calles con su pistola y su ceño de piedra, el cuerpo de Graves, libre y despreocupado, nos recuerda otra forma de salvajismo: la del deseo que no mata, sino que busca, que suspira, que se detiene a mirar.

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Lo fascinante aquí es que este desnudo no excita de la manera mecánica que tantas veces ofrece el cine de acción ochentero; excita como una herida abierta, como una pérdida que intuimos inevitable. Es el erotismo de lo efímero, del refugio que no se puede conservar. Y ese erotismo, paradójicamente, frena por un momento la pulsión de muerte que arrastra toda la saga de Death Wish como un tren sin frenos.

El espectador masculino, hambriento de venganza vicaria y de justicias relámpago, se ve sorprendido por un giro de su propia mirada: aquí el deseo no es el preludio del castigo, sino una invitación a otra cosa, quizás más peligrosa para el arquetipo del macho bronsoniano: la ternura. Porque el cuerpo de Graves, desprevenido y luminoso, se nos ofrece para algo más que el goce visual; es un recordatorio de lo que está en juego cuando nos lanzamos a la violencia sin freno: la pérdida de lo bello, lo íntimo, lo que nunca sabrá que fue deseado.

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En este gesto, el film se escapa de sus propias reglas. Y aunque enseguida regresa al engranaje cruel que lo sostiene, ya nos ha dejado esa punzada: la súbita posibilidad de que la violencia no sea el único camino, que hay un salvajismo alternativo, igualmente primitivo, pero cargado de música y caricias. Un salvajismo romántico, que se atreve a escuchar antes que disparar.

El desnudo de Leslie Graves, tan sencillo como demoledor, se transforma así en un pequeño acto revolucionario dentro de la pornografía de la venganza. Porque a veces —y esto lo olvida el cine que se cree valiente por mostrar sangre— un pecho desnudo puede ser más perturbador que una bala.

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