La chica de la motocicleta: un viaje de cuero, desnudo, deseo y rebelión en la autopista del alma

La chica de la motocicleta: un viaje de cuero, deseo y rebelión en la autopista del alma

En La chica de la motocicleta (The Girl on a Motorcycle, 1968), el asfalto no es solo camino, es confesionario y útero. Dirigida por Jack Cardiff —maestro de la luz y el color, otrora operador de cámara para Michael Powell y Emeric Pressburger— esta cinta se desliza por la epidermis del cine como una caricia de cuero caliente, una pieza que palpita entre el erotismo febril y la psicodelia tardía de los sesenta.

p77T81fqc8zOkt5pyfqKlCsNxxZ-683x1024 La chica de la motocicleta: un viaje de cuero, desnudo, deseo y rebelión en la autopista del alma

Marianne Faithfull, con su belleza marmórea y su voz rota por el humo y la melancolía, encarna a Rebecca, una joven que huye de la rigidez conyugal en busca de un amante (Alain Delon), de sí misma, de un horizonte sin relojes ni brújulas. Rebecca no conduce una simple motocicleta: se desliza enfundada en su traje de cuero negro como una amazona moderna que galopa sobre un rugido mecánico, atravesando pueblos indiferentes y campos que parecen pintados por un Dios apurado.

La película, que adapta la novela La motocyclette de André Pieyre de Mandiargues, se convierte en un poema audiovisual donde la carretera es un monólogo interior, una autopista mental donde los pensamientos de Rebecca —plenos de deseo, culpa, euforia y liberación— se entrelazan con imágenes saturadas, filtros de colores y juegos ópticos que hoy pueden parecer naíf, pero que en su tiempo eran audaces espejismos psicodélicos.

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No es un filme de argumento, es un filme de pulsaciones. Aquí no se persigue una trama, sino un estado emocional, un vértigo existencial que escapa de las estructuras burguesas para abrazar la deriva. Alain Delon, magnético incluso cuando apenas aparece, no es tanto un personaje como una idea, un tótem de pasión que motiva la fuga y alimenta la fantasía. Pero es la ausencia de un héroe clásico, de un contrapeso interpretativo de fuerza arrolladora, lo que deja a la cinta desnuda ante el juicio del tiempo. La película reposa entera sobre los hombros de Faithfull, y aunque su presencia es hipnótica, no logra llenar con plenitud el espacio que un actor con aura habría hecho estallar en cada secuencia. El resultado es una obra cuya potencia visual es mayor que la densidad de sus personajes.

La chica de la motocicleta es hija legítima de su época: es sensual sin vulgaridad, existencial sin gravedad, libertina sin culpa. La música de Les Reed acompaña este viaje como un eco suave de lo que pudo haber sido una banda sonora inolvidable, pero que se queda en un acompañamiento amable. Cardiff filma con la mirada de quien quiere besar la modernidad y, al mismo tiempo, teme ser devorado por ella.

image-w1280-1024x576 La chica de la motocicleta: un viaje de cuero, desnudo, deseo y rebelión en la autopista del alma

Hoy, esta película es un relicario. Un susurro de una Europa que aún creía en las fronteras físicas pero empezaba a romper las del alma. Es cine para ver con el corazón abierto, para deslizarse con ella en cada curva, entendiendo que el final —ese final— no es un accidente narrativo, sino una metáfora brutal de cómo los sueños a toda velocidad pueden estrellarse contra la piedra inapelable de la realidad.

Rebecca cabalga, pero la carretera no perdona. Y quizá ese sea, en el fondo, el último poema que nos deja grabado en la retina esta pieza imperfecta pero eternamente seductora.

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