Markus Villig: el hombre que quiere reemplazar a los conductores por algoritmos

En una Europa que aún se pregunta qué significa “progreso”, surge Markus Villig, un joven estonio que ha convertido su ambición en un huracán que amenaza con arrasar el tejido laboral del continente. A sus 31 años, Villig —fundador y director ejecutivo de Bolt— no parece querer detenerse hasta haber transformado cada trayecto, cada entrega y cada empleo humano en una cifra más dentro de su imperio tecnológico. Su empresa, nacida con un préstamo familiar de apenas 5.000 euros, factura ya más de 2.000 millones anuales. Lo que empezó siendo una aplicación para pedir coche o comida, hoy se presenta como una maquinaria planetaria que busca prescindir de los conductores que la hicieron posible.

Villig se vende como un visionario europeo, pero su visión es la del capitalismo más puro: el de quien cree que el bienestar colectivo es un obstáculo en la carretera hacia el éxito. Para él, el problema no está en la precariedad de los trabajadores, sino en las regulaciones que impiden a las empresas moverse “libremente”. Y cuando se queja de que Alemania, Italia o España siguen “viviendo en los años 90”, lo que lamenta, en realidad, es que aún existan leyes que protejan a los trabajadores frente a las máquinas.

En su discurso, Villig defiende que la llegada del coche autónomo será una bendición, que “no afectará a los conductores a corto plazo”. Pero el cinismo de esa frase resulta evidente: su sueño no es coexistir con ellos, sino sustituirlos. Aspira a un mundo sin taxistas, sin repartidores, sin resistencia humana, donde los algoritmos trabajen las 24 horas y el dinero fluya sin pausa hacia su cuenta bancaria.

Cuando habla de regulación, su tono se eleva con indignación casi mesiánica: “Europa se está quedando atrás, vivimos como si los smartphones no existieran”. Lo que Villig en realidad denuncia es que aún haya gobiernos que traten de poner freno a la sustitución total del empleo humano por la automatización. Su ideal de Europa no es el de una comunidad que proteja a sus ciudadanos, sino el de un continente convertido en laboratorio de ensayo para el beneficio privado.

Para Villig, Bolt es “la única oportunidad que tiene Europa” de competir con Estados Unidos y China. Un discurso que encubre una verdad incómoda: la promesa de un futuro brillante bajo su marca a cambio de entregar el control de la movilidad, del empleo y de la vida urbana a una corporación sin rostro. Bajo su sonrisa juvenil de emprendedor hecho a sí mismo, late el sueño de todo multimillonario: un mundo sin obstáculos humanos, sin huelgas ni sueldos que pagar.

“En Europa no competimos por quién tiene el mejor producto, sino por quién tiene más dinero”, repite, quizá sin advertir el reflejo de su propia sombra en la frase. Porque él mismo encarna esa nueva aristocracia del capital que ve en cada obrero un gasto, en cada conductor un error de cálculo. Mientras pide que la Unión Europea subsidie más a empresas como la suya —en nombre de la innovación—, planea desplegar sus robotaxis en Estonia e Italia para 2026.

Markus Villig no es el villano de una distopía: es su arquitecto. Su discurso de modernidad oculta una pulsión antigua, la del patrón que sueña con talleres sin obreros y ciudades sin sindicatos. Un empresario que se proclama “patriota europeo”, pero que mide el valor del continente no en vidas dignas, sino en rondas de financiación.

Quizá Europa, con su historia de revoluciones y conquistas sociales, deba preguntarse pronto si quiere un futuro conducido por hombres como él: los que sonríen al volante de un coche sin conductor mientras cuentan los billetes que quedan detrás.

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