Skylanders: cromatismo perdido de una infancia mercurial

Skylanders: cromatismo perdido de una infancia mercurial

Hubo un tiempo —brillante, plástico, gloriosamente ingenuo— en que los videojuegos no vivían solo tras las pantallas, sino que se alzaban sobre estanterías de jugueterías, brillaban en las cajas de los hipermercados como vitrales paganos, y se dejaban tocar con manos infantiles como si la magia se pudiera ensamblar a golpe de chip y plástico. Ese tiempo tuvo un nombre que hoy suena casi mitológico: Skylanders.

Entre 2011 y 2016, la saga de Skylanders fue más que una franquicia: fue un fenómeno cromático, una invasión sensorial, una arquitectura de ilusión que transformó el salón de casa en campo de batalla místico y la consola en un tótem que leía figuras como si fueran reliquias. Activision no solo reinventó una forma de jugar, sino que parió un lenguaje visual donde cada criatura —con sus ojos desorbitados, su volumen juguetón, su aura casi circense— era un destello de alegría contenida.

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Un videojuego que saltó del pixel al estante

Skylanders: Spyro’s Adventure no fue simplemente un título derivado del dragón más carismático de la era PlayStation. Fue el nacimiento de una mecánica nueva: el «Toys-to-life». Cada figura —robusta, colorida, con poses heroicas o grotescas— era una llave. El jugador la colocaba sobre un portal de luz que leía su alma digital y, como por arte de magia, el personaje cobraba vida en la pantalla. El acto era ritual, casi chamánico. No se trataba de elegir del menú: se trataba de invocar.

Ese gesto —esa convocatoria tangible del héroe— le otorgó a Skylanders un poder simbólico que ningún DLC podría igualar. Las figuras se convertían en compañeros de habitación, en coleccionables místicos, en soldados de una infancia alucinada por el neón y el juego.

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El carnaval de las estanterías

Y mientras los jugadores encendían sus portales, los centros comerciales encendían sus pasillos. Skylanders llenó los escaparates de una manera que rozaba la instalación artística. Era imposible entrar en un FNAC, un Toys “R” Us o una GAME sin ver aquel mosaico de criaturas y universos, aquel coro silente de ojos y garras esperando su dueño.

La mercadotecnia de Skylanders no fue un abuso, sino una exaltación. Había algo genuinamente alegre en su exceso: una alegría barroca, colorinche, extrovertida. Donde otros veían marketing, los niños veían posibilidades infinitas. Cada caja era una promesa. Cada figura, una historia no contada. Era el triunfo de lo físico, del objeto amado, del juguete como prolongación del alma del juego.

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El color como lenguaje

Visualmente, Skylanders fue un himno a la exuberancia. Donde muchas franquicias apostaban por tonos oscuros, armaduras cromadas o paisajes apocalípticos, Skylanders respondía con volcanes violetas, héroes esmeralda, bestias naranjas con lengua azul y castillos flotantes en cielos turquesa. Era un universo sin miedo al color. Su paleta hablaba el idioma de la niñez: atrevida, sin vergüenza, vitalista.

Cada mundo era un caleidoscopio en movimiento, cada personaje una fusión de criatura mitológica y caricatura setentera. Y sin embargo, no caía nunca en la banalidad. Detrás de la risa cromática, latía un diseño bien estructurado, una jugabilidad honesta, y un afecto real por la tradición fantástica del videojuego clásico.

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Una oda a lo que fue (y tal vez no volverá)

Hoy, los estantes están vacíos. El portal of power ha dejado de brillar. El modelo Toys-to-life se agotó, fagocitado por su propio éxito, por la saturación, por un mercado que exige inmediatez y menos plástico. Skylanders se despidió sin tragedia, como quien apaga un carnaval cuando ya no quedan niños en la plaza.

Pero su estela queda. Queda en el recuerdo de quienes soñaron batallas cósmicas con un mando en una mano y una figura en la otra. Queda en la alegría sin cinismo que dejó en las tiendas, en los hogares, en las tardes lluviosas de consola encendida. Y queda, sobre todo, en esa idea luminosa de que el videojuego podía ser físico, tangible, y no por ello menos mágico.

Skylanders fue el último gran canto de un tiempo en que jugar era tocar, mirar, oler la caja nueva, compartir el objeto. Un tiempo de portales, de hechizos electrónicos y dragones que cabían en la palma de la mano.

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Un tiempo que, como toda infancia, pasó. Pero dejó su color en nosotros. Y eso, en un mundo cada vez más gris, es algo digno de nostalgia… y de celebración.

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