Textura fílmica: Lady Halcón (1985)

Textura fílmica: Lady Halcón
Hay películas que no se ven: se palpan, se sueñan. Lady Halcón (1985), esa fábula medieval dirigida por Richard Donner, no es solo un relato de amor y maldición, sino una sinfonía de texturas enfrentadas. En sus imágenes anida un mundo donde la piedra húmeda y el metal bruñido de las armaduras se cruzan con la fragancia imaginaria de un campo recién llovido, con la seda de una mirada o el destello lejano de un milagro que apenas cabe en palabras.
La textura de esta película es mestiza, vibrante, a veces absurda, siempre bella. Vittorio Storaro pinta cielos que no son del todo de este mundo: amaneceres que sangran en rojo quemado, atardeceres donde el añil se derrama como tinta sobre la piel del cielo. Es una película con estaciones imposibles: otoños que huelen a cuero mojado, primaveras que crujen como escarcha bajo el peso de un paso decidido.

Y sin embargo, sobre esas imágenes de ensueño flota una música que desafía las leyes del tiempo y el tono. Andrew Powell, empapado en la estética más radical de los 80, hace hablar a los sintetizadores como si fueran aves de mal agüero o heraldos del futuro. Ese contraste —la Edad Media como postal de neón— es parte del hechizo. ¿Es un error? ¿Un desvarío estético? Quizá. Pero es precisamente esa osadía la que da al film una textura sonora única: eléctrica, inesperada, a veces kitsch, siempre inolvidable.

Lady Halcón sabe a metal y a pan recién horneado, a vino frío y a amanecer de montaña. Su corazón está dividido entre el furor del combate y la dulzura de un amor condenado. Y en esa tensión vive su magia: el ojo azul de Rutger Hauer —de hielo quebrado y ternura contenida— se funde con el ámbar etéreo de Michelle Pfeiffer, una aparición cuya piel parece absorber la luz hasta volverse luminiscencia pura.

Es un film cálido y a la vez helado, como una lágrima en la nieve. Su teatralidad naif no teme al exceso; más bien, lo abraza con la desenvoltura de quien sabe que la belleza nace a veces del desequilibrio. Y así, entre vuelos de halcón y fugas imposibles, entre la noche y el día que nunca pueden tocarse, Lady Halcón se convierte en una reliquia sensorial: se nos queda pegada al paladar de la memoria, como un verso maldito que no terminamos de entender, pero que no podemos —ni queremos— olvidar.