Teyana Taylor desnuda oro en Una batalla tras otra

Teyana Taylor, volcán de carne y mito en Una batalla tras otra

En Una batalla tras otra, Paul Thomas Anderson parece jugar con la alquimia de los excesos, como si quisiera montar un banquete barroco de géneros y tonos que se contradicen y se abrazan a la vez. Y en medio de ese aquelarre fílmico, entre truenos de sátira política y carcajadas negras, aparece Teyana Taylor como Perfidia Beverly Hills: una criatura que no solo incendia la pantalla, sino que la devora hasta dejarla reducida a brasas.

Taylor no interpreta, erupciona. Su Perfidia es un cuerpo en llamas, un manifiesto sensual y violento que vive en la frontera misma entre mito y caricatura. Anderson parece saberlo y juega con ello: la cámara la recorre como si buscara fijar lo inaprensible, como si quisiera atrapar con un plano lo que solo puede vivirse en el vértigo del instante. De ahí que, cuando el guion la aparta y el relato se desplaza hacia otros personajes, el filme pierda parte de su sangre, de su electricidad. Sin Perfidia, la película late menos.

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La actriz y cantante despliega un arsenal físico y gestual que convierte a Perfidia en un icono inmediato: labios que son sentencia, mirada que promete caos, cuerpo que se mueve como un arma. Lo erótico en su presencia no es accesorio, es el corazón mismo de su poder: cada movimiento suyo encierra deseo y amenaza, caricia y dinamita.

Lo fascinante es que Teyana Taylor no solo encarna a una mujer temible y deseante, sino a una figura casi alegórica: la revolución misma convertida en piel. Frente a los discursos ideológicos que la cinta parodia y trivializa, ella se erige como la verdad encarnada en lo físico, en la pasión, en la maternidad que no renuncia a la violencia. Por eso, su relación con Bob (Leonardo DiCaprio) no funciona como un mero romance, sino como la unión de dos polos que encendieron hogueras y ahora se enfrentan al desencanto del tiempo.

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Lo que queda, al final, es la certeza de que Una batalla tras otra sin Perfidia sería un cuerpo desangrado. Teyana Taylor regala a la película ese tipo de presencia que no se aprende en escuelas de interpretación, ese magnetismo puro que proviene tanto del dominio corporal como de la capacidad de ser símbolo. Cuando ella está en pantalla, el filme es fuego; cuando desaparece, se convierte en brasas que aún recuerdan su calor.

Teyana Taylor se consolida aquí no solo como actriz de carisma apabullante, sino como mito en construcción. Y Paul Thomas Anderson, aun con sus excesos de ensalada César fílmica, parece haberlo intuido: sabía que necesitaba una fuerza volcánica para abrir la historia y quemar al espectador desde el primer fotograma. Esa fuerza tenía nombre, y era Teyana Taylor.

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