Videoclub gratis | Phoenix the Warrior (She-Wolves of the Wasteland) subtitulada en español
Fieras entre los escombros: una lectura crítica de Phoenix the warrior (también conocida como She-wolves of the wasteland)
En el estéril páramo del cine de explotación postapocalíptico de los años ochenta, entre la hojarasca de los derivados de Mad max y las epifanías musculares de la serie B, se alza, como una esfinge desvergonzada y lúbrica, Phoenix the warrior (1988), dirigida por Robert Hayes. Su otro título, She-wolves of the wasteland, no solo amplifica su tono pulp, sino que augura la naturaleza matriarcal y beligerante de su núcleo narrativo: un mundo sin hombres, o mejor dicho, sin su poder, pero no sin su espectro.
Este artículo desea aproximarse a esta cinta no con el desdén que a menudo se reserva a sus congéneres, sino con el respeto que se le debe a toda obra que, incluso a través del artificio, la hipérbole y el erotismo camp, es capaz de construir un imaginario autónomo, plástico y simbólicamente fértil. Porque lo que phoenix the warrior ofrece no es tanto un relato coherente como una mitología del exceso, una alegoría furiosa y surreal sobre la feminidad armada y la génesis de una nueva humanidad.

El cuerpo como arma y emblema
La película comienza en un mundo devastado por la guerra nuclear, donde los hombres han desaparecido —o han sido sistemáticamente eliminados—, y las mujeres dominan los restos de la civilización. La villana, una alta sacerdotisa de la eugenesia postgénero, busca controlar el futuro mediante la clonación, la inseminación forzada y la vigilancia absoluta del cuerpo femenino. En este contexto, Phoenix (interpretada por Kathleen Kinmont) se erige como la rebelde solitaria, figura emparentada con el vaquero sin nombre del western clásico y la guerrera mitológica. Ella es la madre potencial, la hermana vengadora y la amazona errante: icono múltiple y contradictorio.

El cuerpo femenino en Phoenix the warrior se convierte en campo de batalla literal y simbólico. A través de estilizaciones que rozan lo pornográfico —pero que, paradójicamente, nunca cruzan el umbral de la verdadera obscenidad—, Hayes construye una iconografía de la piel expuesta, el cuero ceñido, las armas fálicas y los encuadres que fetichizan tanto como empoderan. Estas guerreras no son solo objetos del deseo masculino sino sujetos de una violencia propia, estructurada, tribal, ancestral. La película, en su barroquismo visual, nos recuerda que el erotismo y la agresión son dos lenguajes que el cine de explotación supo entrelazar con una intuición casi primitiva.

El apocalipsis como utopía perversa
El universo de Phoenix the warrior no es únicamente un escenario de ruinas y anarquía; es también una utopía invertida, un experimento sociológico salvaje donde la ausencia del hombre da lugar a un nuevo orden biológico y simbólico. Esta idea, que podría ser desarrollada con tintes feministas o misándricos, se mantiene aquí en un plano ambiguo, casi onírico, sin pedagogías explícitas. La película no predica, pero sugiere: ¿qué significa reconstruir el mundo cuando se han abolido las estructuras de poder tradicionales? ¿Qué tipo de espiritualidad, de ritual, de lenguaje corporal surge cuando las reglas patriarcales han colapsado?
La estética desértica —sol inmisericorde, arenas eternas, escombros de tecnología muerta— refuerza esta noción de reinicio absoluto. El paisaje en Phoenix the warrior es más que telón de fondo: es una geografía psíquica donde la maternidad se convierte en un acto político, la supervivencia en un ritual, y la violencia en una forma de memoria. En este sentido, el film dialoga en clave rudimentaria pero no menos potente con ciertos postulados de la ciencia ficción feminista de autoras como Joanna Russ o Marge Piercy, si bien desde una óptica sensacionalista y hormonal.

Mitología bastarda y gesto teatral
Todo en Phoenix the warrior opera bajo el signo de lo bastardo: su narrativa es un collage de influencias (el western spaghetti, el cine de samuráis, el softcore erótico, el peplum decadente), su tono oscila entre la parodia involuntaria y la épica rudimentaria, y su construcción estética privilegia el gesto antes que el detalle, el símbolo antes que la lógica. Sin embargo, hay algo profundamente teatral en su puesta en escena, una voluntad de máscara y coreografía que remite, curiosamente, al teatro ritual y a la tragedia griega. La batalla entre las guerreras, sus danzas de muerte, sus gritos, sus alianzas y traiciones, remiten a una dramaturgia elemental donde lo sagrado y lo grotesco se dan la mano.
Phoenix, la heroína, es menos un personaje que un arquetipo: la salvadora silenciosa, la madre sin hijos, la espada que corta el ciclo del sometimiento. Su viaje carece de complejidad psicológica, pero resplandece como una línea pura en medio del caos. En este sentido, la película no pretende realizar una crítica política sofisticada ni un estudio de personajes, sino ofrecernos una visión simbólica y pulsional de la lucha entre lo biológico y lo artificial, lo tribal y lo institucional.

Legado y resonancias
Ignorada por la crítica, reducida muchas veces al estatus de «curiosidad erótica de videoclub», Phoenix the warrior ha sido recuperada por ciertos círculos del cine culto como una pieza digna de reevaluación. En la era del feminismo mediático y de las distopías adolescentes, esta cinta ofrece una mirada más bruta, menos domesticada, pero también más libre en su representación de la mujer guerrera. Su belleza no reside en la corrección, sino en su desmesura.
A modo de conclusión, cabe decir que Phoenix the warrior merece ser observada no como un producto fallido, sino como un exabrupto artístico, una manifestación de deseo visual y narrativo que, en su tosquedad, alcanza momentos de verdadera poesía bárbara. Entre las fieras del yermo, Phoenix se alza no solo como combatiente, sino como imagen —sagrada y voluptuosa— de un cine que no temía ser ridículo para, en ocasiones, rozar lo sublime.