Análisis Donkey kong bananza: el rugido del simio que rompe el mundo
Donkey kong bananza: el rugido del simio que rompe el mundo
Han pasado más de cuatro décadas desde que Donkey Kong irrumpió en las pantallas como el antagonista pixelado de un fontanero en apuros. Desde entonces, el simio ha saltado, corrido, rodado y golpeado, pero nunca con la exuberancia, el músculo ni el vértigo lúdico con que lo hace en Donkey Kong Bananza. No estamos ante una simple secuela ni ante un producto nostálgico de manual. Estamos, quizá por primera vez, frente a un videojuego que no solo alcanza el estándar Mario, sino que en ciertos terrenos lo rebasa con esa torpeza gloriosa y encantadora que solo un gorila colosal puede permitirse.
La destrucción como forma de exploración
Donkey ha hecho lo impensable: tomar el placer del movimiento y empujarlo más allá de lo que jamás se había visto en una consola de Nintendo. Si Mario danza, rebota y se desliza con precisión quirúrgica por sus coloridos universos, Donkey rompe, arrastra, derriba y explota su camino con un poderío físico casi táctil. El resultado es un nuevo paradigma del gozo jugable: un cuerpo que pesa, que se siente, que impacta contra el mundo y deja huella. Nunca antes el simple acto de moverse —y destruir— había resultado tan embriagador.

Este nuevo Donkey Kong está animado con una solidez admirable: no flota ni patina, se afirma en cada salto, en cada embestida. Y su universo responde como un teatro en ruinas encantado: cascadas de rocas, puentes que crujen, plataformas que se desgajan bajo sus puños. La Switch 2 suda la gota gorda, pero se mantiene en pie mientras todo a su alrededor se descompone con gloriosa violencia. La mecánica de destrucción no es solo un efecto visual: es una nueva forma de leer el espacio, de abrir caminos, de encontrar secretos. Donkey no explora con los ojos: explora con los nudillos.
El precio del caos
Pero toda revolución tiene su precio. Si Mario es el poeta de los mundos suspendidos, Donkey es el forzudo de la jungla que avanza sin contemplaciones. Bananza —aunque divertido hasta la carcajada— no logra la misma delicadeza en la construcción de sus universos. Sus niveles están estructurados como islas visuales, a menudo separadas por vacíos funcionales. No hay la misma sensación de cohesión, de ecosistema narrativo, que sí encontramos en los mundos de Mario. Donkey brilla en el impacto, pero se difumina en la contemplación.
El estilo visual, sin embargo, merece su propia oda. Psicodelia bizarra, paletas de colores al borde del mal gusto, criaturas que parecen salidas de una borrachera en la jungla de Fantasia. Todo huele a Mario, sí, pero pasado por el filtro de un carnaval ácido. Las transformaciones en «Bananzas» —con nombres, voces y melodías propias— no solo amplían la jugabilidad, sino que suman a la locura general un humor autoindulgente que funciona. Es exagerado, incluso ridículo, pero esa es su virtud: el juego no tiene miedo al exceso.

Un nuevo canon en la era post-Odyssey
La estructura en estratos —niveles verticales, interconectados, con zonas secretas y desafíos variables— aporta frescura, aunque su implementación aún tiene margen de mejora. Hay genialidades aquí, especialmente en las fases clásicas de vagoneta, ahora rediseñadas como delirantes atracciones de feria donde el control y la destrucción bailan de la mano. El cooperativo, la recolección de vinilos, el modo foto y una historia simpática pero discreta completan un conjunto robusto, aunque no exento de sombras: la dificultad tarda en despegar, la cámara se desmadra en los momentos de mayor caos destructivo, y ciertos jefes carecen de chispa.
Sin embargo, todo eso se perdona cuando uno experimenta la alegría pura de jugar. Porque Donkey Kong Bananza no busca la perfección matemática de Super Mario Odyssey, sino el éxtasis animal de sentir el juego en la carne, en los reflejos, en el puño que se estrella contra la pared.

El rugido del futuro
Es posible —y hasta justo— que Mario siga siendo el símbolo mayor del diseño Nintendo. Pero con Bananza, Donkey Kong ha conseguido lo que parecía imposible: ofrecer un camino alternativo, más visceral, más crudo, más explosivo. Donde Mario explora por curiosidad, Donkey lo hace por necesidad vital. Y en ese contraste nace un nuevo canon. Quizá incluso, un nuevo subgénero.
Y así, tras 40 años, el simio vuelve a sentar las bases de algo grande. El ciclo se repite. Y esta vez, el tambor del futuro no lo marca un saltito rojo, sino un puñetazo en la tierra.
Publicado en cinematte.com.es — donde el arte, el juego y la textura del píxel se funden en un solo rugido.