El alma mutable del «cine sexploitation»
El cine de explotación —ese vasto y difuso territorio donde la frontera entre lo moral, lo escandaloso y lo subversivo se diluye— puede esbozarse con una definición no canónica: películas modestas en presupuesto que, bajo el velo de una denuncia social o educativa, capitalizan temáticas tremendistas y tabúes, habitualmente aderezadas con sexo, violencia y abuso. Dentro de esta galaxia, el subgénero del sexploitation emerge como uno de sus planetas más singulares, una mezcla de fascinación y transgresión que merece un recorrido atento.
Desde sus albores, este cine ha jugado con el equívoco y el contraste. Ya en 1938, Childe Bride de Harry Revier, fugando con audacia las rígidas normas del Código Hays, mostró escenas que hoy resultan a la vez inquietantes y naïf: la jovencísima Shirley Mills, de apenas doce años, se desliza desnuda en las aguas del río, una imagen que balancea entre la candidez narrativa y un perturbador morbo involuntario. La cinta se apoyaba en la denuncia de los matrimonios infantiles en la América profunda, pero no pudo escapar a la explotación comercial de esta ambivalencia. La ingenuidad rota de Jennie, que recoge la muñeca arrojada al suelo, contrasta con la mirada voraz del espectador, atrapado en esa mezcla de drama social y sugestión prohibida.
En este mismo espíritu ambiguo, figuras como Dwain Esper, el autoproclamado “rey de los gitanos del celuloide”, se encargaron de rescatar y explotar películas marginales y polémicas, como la moralizante Reefer Madness (1936) o sus propios filmes con desnudos adolescentes y temáticas escandalosas que el tiempo redescubriría bajo el prisma contracultural de los años sesenta.
Al llegar a los años cincuenta, el sexploitation se emancipa, adquiriendo un rostro más definido. These Girls Are Fools (1950) retrata la caída de la inocencia femenina bajo la luz cruel de Hollywood, mientras que películas como Liane, jungle goddess (1956), protagonizada por Marion Michael, se convierten en epitomes del deseo masculino proyectado sobre la figura femenina “exótica”: la rubia diosa blanca entre tribus “primitivas”, un tópico que remite a los mitos de She o a la icónica Ann Darrow de King Kong (1933). La función es clara y constante: mirar y desear.

La década prodigiosa, los años sesenta, elevó a directores como Harrison Marks, pionero del soft porno británico y descubridor de las gemelas Collinson, quienes protagonizaron la deliciosa revisión vampírica Twins of Evil (1971), un film que hilvana erotismo, horror y mitología gótica con exquisito sabor vintage.
Por otro lado, Ed Wood, con su inconfundible sello de imperfección poética, nos legó en 1965 Orgy of the Dead, un desfile de absurdos, topless y necrófilos destellos que anticipan su transición al cine pornográfico. Joe Sarno, pionero sesentero del género, aportó con All the Sins of Sodom (1968) una obra imperfecta, pero luminosa, donde el deseo y la decadencia se entrelazan en la figura de Joyce, pequeña demonio de libido que simboliza la ambición y la derrota en la jungla urbana del erotismo.

Sin embargo, sería Russ Meyer quien diera un salto definitorio con Lorna (1964), primer exponente de las llamadas roughies: películas que, naciendo como respuesta a la candidez de las Nudie Cuties, incorporaron el fetichismo y el spanking para luego sumergirse en la violencia creciente hasta el asesinato. Meyer inauguró así un subgénero donde el erotismo se cruza con la brutalidad en una danza ambivalente y fascinante.
No podemos olvidar a Doris Wishman, la madre del sexploitation, cuyo legado incluye títulos emblemáticos como Bad Girls Go to Hell (1965) o la enigmática Diary of a Nudist (1961), una mirada casi documental sobre el nudismo que juega con la curiosidad y la transgresión de los límites sociales.
En la transición hacia los setenta, el porno chic con clásicos como Deep Throat (1972) o Devil in Miss Jones (1973) sucede a la edad dorada del sexploitation, un género que se reinventa o desaparece ante el avance implacable del cine pornográfico explícito.
El sexploitation no está exento de su faceta más oscura y violenta, ejemplificada en Suecia por Thriller: A Cruel Picture (1973), donde la belleza fría de Christina Lindberg se convierte en símbolo de la venganza brutal contra la violación y la esclavitud sexual inducida. Aquí, la narrativa se convierte en un violento réquiem de dolor y justicia.

Finalmente, la llegada de los ochenta marca el declive de esta era prodigiosa. El vídeo toma el relevo y la pornografía explícita gana terreno, relegando el sexploitation a un recuerdo melancólico. Boogie Nights (1997) narraría con ironía y cariño esta transformación inevitable: la caída de un imperio erótico y su evolución hacia nuevas formas de exhibición y consumo.
Así, el sexploitation se revela no solo como un subgénero, sino como un espejo de las tensiones culturales, sociales y artísticas que han oscilado entre el deseo, el miedo y la transgresión a lo largo de casi un siglo de historia cinematográfica.