De la luz de Ghibli a las sombras del Italian Brainrot: un viaje de 25 años en la educación de nuestras almas
Hace un cuarto de siglo, la infancia de millones se tejía al ritmo de las imágenes delicadas y oníricas de Studio Ghibli, aquellas fábulas que eran como un soplo de aire puro en el vasto bosque de la cultura audiovisual. Películas que enseñaban a amar la naturaleza, a venerar la inocencia y a explorar con reverencia la complejidad del alma humana. Nos educábamos, sin saberlo, para construir un mundo en donde la magia era posible porque habitaba en lo sencillo, lo bello, lo íntimamente humano.
Pero hoy, en 2025, cuando miramos hacia atrás y nos preguntamos qué hemos legado a las nuevas generaciones, el contraste es brutal, casi kafkiano. La magia sutil y luminosa de esos relatos se ha visto confrontada —y en muchos casos desplazada— por fenómenos culturales cuyo impacto en la formación psíquica y emocional de los jóvenes es, cuanto menos, perturbador. El llamado Italian Brainrot es uno de los símbolos más extremos de esta nueva era: obras que no solo renuncian a la poesía y la empatía, sino que parecen celebrar una estética del desgarro, la brutalidad y la decadencia más viscosa.
¿Cómo hemos transitado de educar para la admiración y la sensibilidad hacia un cine que deliberadamente desafía los límites de la comprensión y la tolerancia? No es solo un cambio estético; es un cambio de paradigma. De enseñar a los niños a maravillarse con el color y la textura de lo onírico, a sumergirlos en un torrente de imágenes fragmentadas, perturbadoras, a menudo incomprensibles y cargadas de un humor negro corrosivo que no siempre busca iluminar sino confundir y alienar.

Este fenómeno no surge en el vacío. Es la manifestación extrema de una cultura saturada, acelerada y digitalizada, donde la sobreexposición a contenidos —desde memes hasta narrativas audiovisuales— erosiona la capacidad de contemplación y empatía. El brainrot, la «podredumbre cerebral», es una metáfora brutal que bien podría aplicarse a la manera en que se han deformado los valores tradicionales de la narración y la enseñanza a través del cine.
No se trata de demonizar el cambio ni de idealizar un pasado que también tuvo sus sombras. Pero la pregunta crítica que debemos hacernos es: ¿qué tipo de espíritu estamos forjando en nuestros hijos? ¿Una sensibilidad capaz de abrirse al mundo con asombro y compasión, o una que se refugia en la ironía ácida y la alienación? ¿Qué heridas invisibles quedarán tras consumir estas nuevas formas de “arte” que, más que construir, a menudo parecen desmoronar?
La respuesta no está en la censura ni en la nostalgia ciega, sino en recuperar la conciencia crítica y el compromiso educativo. Recuperar el arte como puente hacia la humanidad, no como refugio de la anomia. Mirar hacia adelante con valentía, sin miedo a reivindicar las historias que nutren el alma y que, en definitiva, construyen un futuro más luminoso.
Quizás, en esta pugna entre la luz de Ghibli y las sombras del brainrot, se fragua una nueva conciencia: la de quienes no renuncian a educar para soñar, amar y resistir.