Cuando la jugabilidad era la llama: del videoclub ochentero al ocaso narrativo del videojuego

A mediados de los años 80, el mundo del entretenimiento vivía una revolución doble y contradictoria. Por un lado, el cine —ese cine de aventuras, acción y emoción que hoy recordamos con lágrimas de nostalgia— alcanzaba su cénit en salones domésticos convertidos en templos. El VHS y los videoclubs no eran simples tecnologías: eran portales. Indiana Jones saltaba desde la estantería de plástico a la pantalla de tubo; Los Goonies, Regreso al futuro o Aliens tejían mundos tan perfectos en narrativa que los jóvenes no necesitaban nada más. Las películas de aquel tiempo no solo contaban historias: las hacían palpables, absorbentes, inolvidables.

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Pero justo en ese punto de plenitud, un competidor inesperado y rudimentario empezó a robar miradas. En las pantallas parpadeaban píxeles toscos, palitos y formas elementales: Super Mario Bros. corría entre ladrillos de 8 bits, un pequeño Pac-man comía fantasmas y una nave se enfrentaba a decenas de ordas enemigas… Allí no había relatos complejos, ni desarrollo de personajes, ni diálogos: solo “jugabilidad pura, simple y directa”. Aquellos mundos eran menos mundos y más sistemas de sensaciones: saltar, esquivar, encadenar movimientos, batir récords. Y, sin embargo, esa sencillez tuvo el poder de arrancar a los jóvenes del sofá y de las épicas narrativas de Spielberg o Cameron.

El videojuego, en su infancia, prendió como una llama veloz e imprevisible. En apenas dos décadas, su industria eclipsó a la del cine. Pero algo cambió. A medida que la tecnología permitía gráficos realistas y voces digitalizadas, el medio empezó a buscar legitimidad imitando a su antiguo rival: el cine. Se añadieron cinemáticas interminables, diálogos que querían ser Tarantino, textos tan abundantes que, a veces, el mando descansaba mientras el jugador miraba una pantalla estática. La jugabilidad, aquella chispa primigenia, comenzó a relegarse.

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Hoy vemos las consecuencias: las ventas de muchos títulos “narrativos” no explotan como antes, y las nuevas generaciones migran a experiencias gratuitas como Fortnite, Minecraft o Roblox, donde la interacción es libre y la historia la inventa el jugador. La industria parece olvidar que los jóvenes no abandonaron las películas de los 80 para escuchar historias mediocres en un formato peor: las abandonaron para jugar, para sentir en sus manos el vértigo de la acción.

Nintendo, aún inmune a las crisis cíclicas, lo sabe bien. Zelda o Mario lo tienen claro, otros videojuegos como Elden Ring demuestran que un diseño jugable profundo, aunque envuelto en una atmósfera sugerente, pesa más que mil líneas de diálogo. Silksong es amado con fervor no por sus cinemáticas, sino porque promete desafíos que activan los dedos y el corazón.

silksong-001-1024x576 Cuando la jugabilidad era la llama: del videoclub ochentero al ocaso narrativo del videojuego

El videojuego nació como interacción. Creció porque era una experiencia que ningún otro medio ofrecía: la sensación de controlar el destino. Si la industria quiere volver a encender aquella llama que iluminó los cuartos adolescentes en los 80, debe recordar que la magia no estaba en imitar al cine, sino en ofrecer lo que el cine jamás pudo: el poder de jugar. Y, como las viejas cintas de VHS que aún guardamos por cariño, quizás algún día miremos atrás y entendamos que lo esencial siempre estuvo en lo simple: el gesto, el salto, el pixel que respondía a nuestro pulso.

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