El diario robado de mis desnudos: una novela sobre la traición y la belleza
Capítulo 1: La luz de Postiguet
Nací junto al mar, y quizá por eso mi vida entera ha consistido en perseguir un reflejo. Alicante olía a sal y a bronceador cuando era niño; las calles retenián luz, esa luz que no perdona, que se mete en los ojos como un secreto. Mis veranos como el de todos en la infancia eran largos, espesos, casi inmóviles, y cada tarde, cuando el sol empezaba a caer, me escapaba con una vieja cámara Kodak que había pertenecido a mi abuelo.
Era una máquina pesada, de cuero cuarteado y lente cansada, pero en mis manos temblorosas parecía un instrumento sagrado. Aprendí a cargarle el carrete como quien prepara un ritual: dedos manchados de polvo, el clic metálico del cierre, el pequeño vértigo del disparo. En aquellos días la fotografía no era una profesión ni un sueño: era una forma de quedarme a solas con la luz.

En la playa del Postiguet descubrí mi primer laboratorio. El sol se hundía en el Mediterráneo con un esplendor casi obsceno, y yo lo observaba a través de la lente, midiendo los destellos sobre la piel húmeda de los bañistas. No sabía aún que esa fascinación por la piel sería mi condena y mi oficio.
A veces, entre los turistas del norte, alguna mujer se atrevía a quedarse con el bikini desabrochado o con el pecho apenas cubierto por el agua. Yo no buscaba el morbo; buscaba el misterio. La forma en que la luz resbalaba sobre su cuerpo, cómo el reflejo del mar se curvaba en su espalda. Aprendí que el cuerpo humano no es más que una geografía de sombras.

Una tarde fotografié a una pareja extranjera que jugaba en la orilla. Una reía con un desparpajo que en mi ciudad aún resultaba atrevido; otra le lanzaba agua con las manos. Tomé una foto justo cuando el agua se rompía contra su cuello. Durante semanas revelé esa imagen una y otra vez, fascinado por la textura del instante. Allí comprendí que el deseo no está en lo que se ve, sino en lo que la luz apenas alcanza a tocar.

Las noches las pasaba en un pequeño cuarto oscuro que había improvisado en el trastero de casa. El olor del químico, el rojo tenue de la bombilla, el silencio apenas roto por el goteo del agua. Ver aparecer una figura en el papel mojado era como asistir al nacimiento de algo que yo mismo no comprendía del todo.
El tiempo pasó. La Kodak envejeció conmigo. Empecé a hacer retratos a los vecinos, a mis amigos, a las novias de mis amigos. Siempre me pedían que las hiciera “salir guapas”, pero lo que yo buscaba no era la belleza, sino la verdad luminosa que había debajo.
Un verano, mientras fotografiaba a una chica francesa que posaba sobre las rocas, ella me dijo algo que no olvidaría:
—Tú no miras como los demás.
Yo sonreí, sin saber si aquello era un cumplido o una advertencia.

Años después, cuando ya estaba preparando mi marcha a Barcelona, recordé sus palabras. La ciudad se me quedaba pequeña, y un amigo me había prometido que en la capital catalana la fotografía era otra cosa: parte del pulso urbano, de la moda, del arte, del deseo. Me fui con una maleta pequeña y la Kodak envuelta en una bufanda.
No sabía que aquel viaje me cambiaría para siempre. No sabía que, entre los flashes de los desfiles y el ruido de los bastidores, descubriría el poder real del cuerpo iluminado. Pero esa historia pertenece a otro capítulo.
Por ahora, sólo recuerdo el rumor del mar en el Postiguet, el olor del revelador, y la sensación de que la luz —esa amante imposible— me había elegido a mí para seguirla.



