El día que el color despertó: 35 años de Super Nintendo, el cerebro de la bestia
Había un tiempo —y no hace tanto— en que la pantalla era un desierto monocromático, un lienzo de fósforo verde o de grafito sin matices. Ahí estaba el Amstrad CPC 464, casi ascético en su resplandor verdoso, y la Game Boy, con su mundo de sombras plateadas donde la imaginación hacía el resto. Los ordenadores y consolas de 8 bits ofrecían mundos mínimos: paletas tímidas, universos cromáticos como amaneceres sin cielo. Vistos hoy, eran espejos de un mundo tecnológico aún larvario, sin el estallido sensorial que estaba por venir.
Entonces ocurrió el milagro.
Un día cualquiera de principios de los 90, entre las neveras del Pryca y los pasillos luminosos de Galerías Preciados o El Corte Inglés, un televisor estalló en color. Allí, como una postal caída de un mundo imposible, Super Mario World se movía con una exuberancia cromática casi insolente, presentando un arcoíris digital que parecía desafiar la gravedad técnica de su tiempo. Así nació un mito: Super Nintendo no fue solo una consola, fue el mayor salto de color que había dado la historia del videojuego.

No se trataba solo de más tonos: era una nueva gramática visual. Sprites gigantes, animaciones suaves como terciopelo, capas de scroll parallax que hacían sentir el viento en la cara, un Modo 7 que convertía la velocidad de F-Zero en vértigo puro. De repente, el salón de cualquier casa española se transformaba en un salón recreativo futurista, bautizado por un joystick púrpura coronado con botones L y R, como un instrumento musical diseñado para dirigir la sinfonía cromática de una nueva era.

Nintendo, sólida como un templo nipón forjado en cartucho, edificó desde allí su hegemonía. La alianza con Rare era un pacto feérico, un tratado firmado con tinta pixelada para alumbrar las grandes dinastías de Kyoto: Donkey Kong Country, Killer Instinct, Super Metroid, Yoshi’s Island, Super Mario Kart, A Link to the Past. Cada título era un gesto de arrogancia creativa, un recordatorio de que el color no era ornamento, sino lenguaje.
El reino donde el JRPG encontró su voz
Super Nintendo fue también un santuario narrativo. Square, Enix, Quintet, HAL… cada estudio era un poeta. Terranigma, Final Fantasy VI, Chrono Trigger, Earthbound, Secret of Mana, Tales of Phantasia: no solo mundos, sino mitologías. En España incluso llegaron ediciones con guía, como grimorios traducidos para que el público occidental aprendiera a rezar en la nueva liturgia del rol japonés. Aquella paleta desbordada permitía emociones nuevas: lágrimas más azules, nieves más frías, sangre más heroica.

Experimentar hasta romper la máquina
Super Nintendo era una consola nacida para el 2D… pero obsesionada con desafiar su destino. El chip Super FX rugía como un motor clandestino para permitir polígonos en Star Fox. Rare, obsesiva y visionaria, compró estaciones Silicon Graphics para modelar criaturas tridimensionales y luego revertirlas a sprites renderizados, como si Disney hubiera entrado en la guerra de los bits. Aquello extendió su vida hasta rozar la era de PlayStation, como un samurái que se niega a morir sin el último duelo.
La consola como reliquia luminosa
Vendió 49 millones de unidades. No fue la más vendida. No fue la última. Pero dejó algo más importante: una huella de color en la retina colectiva. La industria nunca volvió a ser igual después de que el arcoíris bajara de los cielos.
Porque antes todo era verde, gris, ausencia.
Y después llegó Super Nintendo.
La máquina que enseñó al mundo que los videojuegos podían brillar.




