Celuloide contra píxel: Tarantino, Deakins y la batalla que el cine ya decidió

El debate entre Quentin Tarantino y Roger Deakins no es técnico. Fingir que lo es constituye, quizá, la primera trampa. No se trata de resolución, ni de rango dinámico, ni siquiera de colorimetría. Se trata de una cuestión más profunda y, por tanto, más incómoda: qué entendemos hoy por cine y qué estamos dispuestos a sacrificar para seguir llamándolo así.

Tarantino y Deakins encarnan las dos posturas filosóficas más opuestas del audiovisual contemporáneo. No porque uno sepa más que el otro —eso sería ridículo—, sino porque miran al cine desde lugares irreconciliables. Uno lo concibe como rito, riesgo y artificio mecánico; el otro, como herramienta perfeccionada al servicio de una mirada. Y, sin embargo, cuando se rasca la superficie del discurso, la supuesta superioridad del digital se reduce a algo muy concreto: comodidad.

Mini-LF-and-Deakins-1024x576 Celuloide contra píxel: Tarantino, Deakins y la batalla que el cine ya decidió

Roger Deakins es el gran defensor del digital no porque lo considere poéticamente superior, sino porque lo considera funcionalmente óptimo. La inmediatez de ver el resultado en el set, la economía de rodar sin negativo, la seguridad psicológica de no depender del laboratorio, de no esperar al “milagro” del revelado. Elimina la angustia, elimina el azar, elimina la noche en vela. El digital, para Deakins, es un sedante eficaz.

Y en ese punto, conviene ser honestos: tiene razón. El digital es más barato, más seguro, más inmediato. Permite corregir, repetir, ajustar. Permite una colaboración constante entre departamentos y una supervisión quirúrgica del resultado final. Es una herramienta extraordinaria para la industria contemporánea. Pero ninguna de estas virtudes habla de cine. Hablan de producción.

quentin-tarantino-hateful-eight_1690352358-1024x683 Celuloide contra píxel: Tarantino, Deakins y la batalla que el cine ya decidió

Quentin Tarantino, en cambio, no discute desde la logística, sino desde la ontología. Para él, el cine no es una grabación: es una ilusión. Veinticuatro fotogramas fijos atravesados por una bombilla. Materia física avanzando a tirones. Ruido, temblor, grano, imperfección. El cine como fenómeno mecánico y, por tanto, humano. Cuando Tarantino afirma que la proyección digital es “televisión en público”, no está provocando: está definiendo. El digital reproduce imágenes; el cine las invoca.

Su célebre analogía de la hamburguesa vegetariana no es una boutade, sino una declaración estética brutalmente honesta. El digital puede parecer carne, saber a carne, incluso imitar la textura de la carne. Pero no lo es. Es otra cosa. Y el problema no es que exista, sino que se venda como equivalente.

M1-1503107054-k42B-U240327546414SfE-1200x840@Diario-Vasco Celuloide contra píxel: Tarantino, Deakins y la batalla que el cine ya decidió

Aquí es donde Tarantino gana la batalla, no por nostalgia, sino por evidencia visual. Cada una de sus películas recientes —The Hateful Eight, Once Upon a Time in Hollywood— es una demostración práctica de que el celuloide sigue ofreciendo una calidad de imagen que el digital aún persigue, imita y corrige artificialmente. No hablamos de nitidez, sino de densidad. De cómo la luz se deposita sobre los rostros. De cómo los colores no se “representan”, sino que se imprimen. De cómo el tiempo queda atrapado físicamente en la imagen.

El cine analógico no perdona. Obliga a iluminar de verdad, a decidir antes, a comprometerse en el rodaje. No hay “ya lo arreglaremos después” sin pagar un precio estético. Cada plano tiene consecuencias. Cada error queda inscrito. Y esa dureza —esa falta de red— es precisamente lo que dota a la imagen de una gravedad que el digital, en su perfección clínica, tiende a diluir.

b66ed5c6-b293-459a-8ead-43447c1f6051 Celuloide contra píxel: Tarantino, Deakins y la batalla que el cine ya decidió

Deakins sostiene que sensores como el Alexa reproducen mejor el rostro humano que la película moderna. Puede que tenga razón en términos de medición. Pero el cine nunca ha sido una cuestión de mediciones. El rostro humano en celuloide no es más fiel: es más trágico. Más vulnerable. Más mortal. El grano no embellece; recuerda que la imagen puede desaparecer.

La verdadera superioridad del digital, por tanto, no es estética, sino operativa. Acelera, abarata, asegura. Y eso, en un sistema industrial obsesionado con el control, es una ventaja definitiva. Pero cuando el debate se traslada al terreno de la experiencia visual, de la memoria sensorial, de la huella que deja una película en el espectador, es Tarantino quien presenta las pruebas más contundentes.

El celuloide no es mejor porque sea antiguo. Es mejor porque exige más. Y porque, al exigir más, devuelve más. El digital ha ganado la guerra de la producción. Pero el cine —el cine como acto físico, como ceremonia de luz— sigue perteneciendo al dominio de la película.

No es una cuestión de futuro o pasado. Es una cuestión de identidad. Y en ese terreno, por incómodo que resulte admitirlo, Tarantino no está defendiendo un formato: está defendiendo una definición.

Puede que te hayas perdido esta película gratuita