Videoclub – ‘El ex-preso de Corea’ (1977) | Tarantino, Rolling Thunder y la furia primigenia: la película perdida que le enseñó a mirar cine y que por fin puede verse en CinematteFlix
Hay películas que no se descubren: se persiguen. Quentin Tarantino lo sabe bien. Antes de convertirse en el director fetiche de la cinefilia posmoderna, antes incluso de aprender a escribir diálogos que parecían cuchillas envueltas en terciopelo, Tarantino fue un joven que gastaba gasolina como quien gasta fe. No para huir, sino para llegar. Llegar a salas perdidas de Los Ángeles donde aún se proyectaban obras que el tiempo, la industria y el pudor cultural habían decidido enterrar. Ninguna de esas peregrinaciones fue tan insistente como la que emprendió para ver Rolling Thunder, conocida en España con uno de los títulos más delirantes de nuestra historia distributiva: El ex-preso de Corea.
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Hoy, décadas después, esa película imposible —ausente durante años de cualquier plataforma en España— encuentra al fin acomodo en CinematteFlix. No es una simple recuperación: es un acto de justicia histórica.
La película más querida de Tarantino
No es una exageración. Es Tarantino quien lo afirma sin ambages en Meditaciones de cine. Rolling Thunder no solo lo marcó: lo transformó. Fue el film que le enseñó a pensar el cine más allá del impacto inmediato, a prolongar la experiencia más allá de los títulos de crédito. Hasta entonces, las películas eran para él una descarga eléctrica. Con esta, se convirtieron en un problema moral, estético y político.

Escrita por Paul Schrader apenas un año después de Taxi Driver, Rolling Thunder comparte con ella una herida abierta: la del veterano que regresa de la guerra incapaz de reinsertarse en una sociedad que ya no necesita su violencia, pero que tampoco sabe cómo desactivarla. Aquí no hay taxis nocturnos ni monólogos interiores, sino silencios espesos, miradas muertas y una ira que fermenta lentamente, como el alcohol barato.
Salvaje, fascista, vengativa… y profundamente honesta
Tarantino la define con una mezcla de provocación y lucidez como “salvaje, fascista, vengativa y grandiosa”. Y no le falta razón. Rolling Thunder no pide disculpas. No matiza. No ironiza. Avanza como una bala que ya ha sido disparada y cuyo recorrido es irreversible. La violencia no es espectáculo, sino consecuencia. Y cuando llega, llega con una sequedad casi obscena.

El punto de partida es brutal en su sencillez: un soldado regresa a casa tras años de cautiverio y descubre que su familia ha sido asesinada. A partir de ahí, la película abre dos frentes narrativos que se superponen con una frialdad quirúrgica: la venganza contra los culpables directos y el ajuste de cuentas contra un sistema que convirtió a un hombre en arma y luego lo devolvió al mundo civil como un residuo incómodo.
Schrader escribe personajes que no buscan redención. Ridley Scott —aún lejos del refinamiento pictórico de su filmografía posterior— filma con nervio sucio, casi exploitation, sin perder nunca la gravedad del drama. El resultado es un artefacto incómodo, moralmente resbaladizo, que incomoda precisamente porque no se esconde tras coartadas intelectuales.

El germen de todo un cine
Ver Rolling Thunder hoy es asistir al nacimiento secreto de buena parte del cine de Tarantino. No en la superficie —no hay diálogos afilados ni juegos metacinematográficos—, sino en el fondo: en la idea de que el cine de género puede ser, al mismo tiempo, estudio de personaje, declaración política y descarga emocional sin filtros.
Cuando Tarantino afirma que es “la mejor combinación de estudio de personaje y película de acción jamás realizada”, no está exagerando: está señalando un modelo. Un camino que luego recorrería a su manera en Reservoir Dogs, Kill Bill o Death Proof. La violencia como clímax moral, no como adorno. El tiempo narrativo entendido como acumulación de tensión, no como simple tránsito hacia la set piece.

El valor de poder verla hoy
Que Rolling Thunder llegue por fin a CinematteFlix no es solo una buena noticia para completistas o nostálgicos. Es una oportunidad para revisar una obra que incomoda al presente, que choca frontalmente con la asepsia emocional del streaming contemporáneo y con la obsesión actual por justificarlo todo.
Esta película no justifica nada. Expone. Golpea. Y se retira sin pedir aplausos.
Tal vez por eso sigue siendo necesaria. Tal vez por eso Tarantino nunca dejó de volver a ella. Porque en su brutalidad sin coartadas hay una lección que el cine contemporáneo parece haber olvidado: a veces, contar poco y hacerlo con convicción es más honesto que decirlo todo y no creer en nada.
Y porque, muy de vez en cuando, una película no nace para agradar, sino para formar a quien la mira.


