Crítica ‘F1’ o el arte de acelerar la retina: Kosinski y el regreso al cine como espectáculo visual

‘F1’ o el arte de acelerar la retina: Kosinski y el regreso al cine como espectáculo visual

Hay películas que se piensan para ser entendidas… y otras que se sienten, se viven, se consumen como una ráfaga. F1, la nueva superproducción de Joseph Kosinski, pertenece sin duda al segundo linaje: el del cine que no pretende penetrar los recovecos de la psique humana, sino dilatar la pupila, elevar el pulso y recordarnos que el espectáculo también puede ser arte cuando se despliega con virtuosismo formal y osadía sensorial.

f1-pelicula-fecha-estreno-trailer-donde-verla-2025108835-1750749519_1-1024x576 Crítica 'F1' o el arte de acelerar la retina: Kosinski y el regreso al cine como espectáculo visual

Nacida como una secuela espiritual de Días de trueno, mutada en proyecto de estrella a medida para Brad Pitt y apadrinada por la maquinaria corporativa de la Fórmula 1, F1 es, en lo argumental, poco más que una excusa. Y eso no es un defecto: es la estrategia. En un panorama saturado de dramas en miniatura, subtextos obligatorios y discursos forzados, Kosinski firma aquí una oda a lo evidente, a lo inmediato, a lo espectacular. Como si dijera: “la profundidad, hoy, está sobre el asfalto”.

Lo que F1 ofrece es una experiencia sensorial pura. Motores que rugen con el lenguaje de lo físico, cabinas que se vuelven cápsulas existenciales, cámaras que se deslizan entre bólidos como si fueran cometas de fibra de carbono. Lo importante aquí no es el piloto sino la máquina. No el conflicto interior, sino el vértigo de la aceleración. Kosinski no quiere psicología, quiere ritmo. No pretende explicar el alma humana, sino capturarla durante dos horas y media en una danza de velocidad.

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Con su inseparable Claudio Miranda en la dirección de fotografía, y la participación decisiva del equipo de Skywalker Sound, el director entrega una coreografía mecánica donde el metal brilla como una criatura viva. Se rodó durante tres Grand Prix reales, lo que confiere al film una fisicidad que el CGI no logra anular del todo. Pitt y Bardem se deslizan entre Mercedes y Ferrari con la solvencia de figuras prestadas, pero lo esencial está fuera de ellos: en los neumáticos, en el humo, en el latido del circuito.

Sí, el guion es simplón. Sí, las escenas emocionales rozan la parodia. Pero ¿importa realmente? ¿No hemos olvidado que el cine también puede ser eso que nos sacude sin palabras? En un tiempo en que todo necesita una justificación moral o social, F1 se atreve a no tenerla. Como el propio deporte que retrata, su meta no es la reflexión sino la explosión, el destello, la embriaguez de lo fugaz.

Kosinski hereda algo de Michael Bay —el amor por lo técnico, el desprecio por lo íntimo—, pero lo eleva al terreno del arte contemplativo. Lo suyo no es vulgaridad sino elegancia mecánica. Y aunque los momentos de ternura o sexualidad le resulten incómodos y forzados (como si su cámara se sintiera incómoda cuando no hay metal delante), eso solo refuerza la coherencia de su propuesta: las emociones no están en los personajes, sino en las curvas, en la gravedad, en el rugido amplificado.

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F1 es, en el fondo, una película sobre volver a mirar. No a mirar lo narrado, sino a mirar como se miraba antes: con la boca abierta. No busca contarte una historia inolvidable, sino entregarte imágenes que estampen su huella en tu córnea. No es cine cerebral, es cine retiniano. Cine que no te invita a pensar, sino a sentir el vértigo de lo grande, lo brillante, lo rápido.

Y en esa velocidad, en ese renunciar deliberado a la densidad, Kosinski recupera algo esencial: la capacidad del cine para ser un espectáculo físico, total, hermoso. No desde el discurso, sino desde el impacto. No desde el trauma, sino desde la velocidad. Porque a veces, solo a veces, lo más profundo es simplemente lo que va más rápido. Y F1 lo sabe.

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