Cuando lo imposible encontró forma: Oblivion y la encarnación de los mundos perdidos
Cuando lo imposible encontró forma: Oblivion y la encarnación de los mundos perdidos
Hubo un tiempo, no muy lejano en las coordenadas del corazón, en que los reinos mágicos eran pura evocación: un susurro de palabras en un libro antiguo, una línea de dados sobre un tablero de roble, un mapa dibujado a mano con tinta azul, custodiado entre las páginas de un cuaderno de campañas. La Tierra Media, Krynn, Faerûn… eran lugares tan reales como los sueños, tan vívidos como lo invisible. Pero su existencia dependía de la llama interior, de esa antigua y noble facultad que es la imaginación. El bosque era una metáfora. La torre, una figura mental. El dragón, un símbolo en el margen de un pergamino.
Entonces llegó The Elder Scrolls IV: Oblivion (2006). Y algo ancestral cambió de forma. Por primera vez, un mundo no necesitó de nuestras manos para sostenerlo, sino de nuestros ojos para contemplarlo. Oblivion no fue solo un videojuego: fue un gesto tectónico en la historia de lo fantástico. Fue la materialización de lo intangible, el salto definitivo desde el mito narrado al mito caminado.

Sus llanuras infinitas, sus bosques de hoja perenne, sus ruinas de tiempos olvidados, sus cielos donde la luz bailaba con la melancolía… no eran ya figuraciones del alma, sino paisajes tridimensionales que se extendían bajo nuestros pasos. Cyrodiil, ese reino central y vertebral del universo de Tamriel, se convirtió en una Arcadia digital: no solo un escenario de aventuras, sino un espacio que respiraba, que dolía, que cambiaba.
En tiempos donde la magia habitaba el papel, Oblivion fundó una nueva bucolía virtual. Pasear por el atardecer de los campos de Skingrad era como vagar por un óleo de la pintura romántica inglesa. Perderse en los bosques oscuros de Valenwood era evocar los terrores y encantamientos de los cuentos celtas. Entrar en los portales de Oblivion —visiones abrasadoras de mundos infernales— era una forma de tocar el Averno con el filo de los dedos.
Pero lo más sublime fue esto: Oblivion no mató la imaginación, la transformó. Ya no era preciso cerrar los ojos para ver un castillo en ruinas; bastaba con subir una colina y dejar que la niebla se despejara. El juego no suplantó al sueño: lo amplificó. Cada jugador se convirtió en un peregrino del mito, en un cartógrafo de lo irreal vuelto materia. Ya no éramos solo lectores de fantasía: éramos caminantes de ella.

Y sin embargo, detrás de la tecnología, de las físicas, de los polígonos, latía una nostalgia. La nostalgia de lo que fuimos cuando jugábamos en la penumbra con dados y figuritas, cuando trazábamos castillos en servilletas de bar. Porque Oblivion, con toda su potencia gráfica, no olvidó nunca que la verdadera magia no está en los píxeles, sino en la emoción que despiertan. En ese temblor leve, casi infantil, al ver una ciudad tras la montaña, al descubrir una cueva oculta por helechos, al recibir una carta en una taberna.
Así, Oblivion fue una revolución silenciosa: puso cuerpo a lo incorpóreo, y lo hizo sin destruir su esencia. Nos dio la Tierra Media que podíamos caminar, el reino de aventuras que no necesitaba explicarse, sino vivirse. Fue, en cierto modo, un nuevo romanticismo digital: el alma del viejo bardo reencontrada en el lenguaje de lo interactivo.
Porque hay quienes recuerdan con ternura sus primeras lecturas de El señor de los anillos, y otros —no tan distintos— que recuerdan con igual emoción su primer amanecer en las colinas de Chorrol. Ambos, al fin, son viajeros de lo imposible. Y Oblivion les ofreció un lugar donde volver. Un lugar donde la fantasía no era promesa, sino presencia. Donde lo fantástico dejó de ser un sueño para convertirse, al fin, en un lugar del mundo.
Ahora su remake regresa para de nuevo, volver a crear la magia ante nosotros…
