El delirio de Gilroy: por qué el primer episodio de la segunda temporada de Andor es la peor aberración audiovisual del universo Star Wars
Las gafas que George Lucas tanto amo…
El delirio de Gilroy: por qué el primer episodio de la segunda temporada de Andor es la peor aberración audiovisual del universo Star Wars
Existe una línea, casi invisible, que separa la evolución legítima de una obra del delirio mesiánico que pretende «corregir» su espíritu. Cuando dicha línea es traspasada, el resultado ya no es una reinterpretación, sino una usurpación. El primer capítulo de la segunda temporada de Andor se erige como el epítome de ese crimen estético: una pieza audiovisualmente competente que, paradójicamente, constituye el más torpe, cobarde y grotesco atentado jamás perpetrado contra el espíritu fundacional de la saga Star wars.
En una era donde la crítica profesional ha sido colonizada por tribus digitales y adolescentes con cuentas verificadas, el episodio ha sido recibido con vítores, tratado como la cumbre de la franquicia. Sin embargo, su prestigio reciente es apenas un espejismo: no nos hallamos ante una obra mayor, sino ante un producto confeccionado para legitimar una serie de obsesiones contemporáneas que nada tienen que ver con el corazón de Star wars. Una especie de novela moral con ínfulas de Shakespeare postmoderno, pero sin la grandeza ni la poesía.

Tras una secuencia inicial que homenajea con dignidad los códigos visuales del universo galáctico —blásters, pasillos metálicos, amenazas imperiales— el episodio, como si le avergonzara ese arranque, se revuelca en su propia pretensión de densidad psicológica y crítica social. Es en ese momento donde Andor se revela como lo que es: un producto acomplejado, que reniega del legado de Lucas para entregarse a la moda de la serialidad deprimente, al manierismo político y a la narrativa impostada de lo “adulto”.
El error no reside en intentar narrar Star wars desde una óptica madura, sino en no comprender que la madurez, en este universo, siempre fue sencilla, honesta, casi arquetípica. ¿Acaso alguien necesitó tres episodios de monólogos para intuir la lucha interior de Han Solo, la vacilación de Luke ante su destino, o la entereza inquebrantable de Leia? La epopeya galáctica nunca requirió de análisis freudianos ni de sesiones de terapia colectiva: su profundidad era simbólica, no discursiva; nacía de la acción, del gesto, del silencio cargado de sentido, no del parloteo incesante.

En lugar de abrazar esa riqueza simbólica, Tony Gilroy —con aires de salvador intelectual de la franquicia— se dedica a descomponer el mito, a banalizarlo bajo la excusa de hacerlo relevante. Su Andor no quiere volar entre estrellas, quiere sentarse en una mesa de debate y explicar, como un estudiante ansioso, por qué Star wars debe ser política, oscura y socialmente comprometida. Pero lo que demuestra no es lucidez, sino un profundo complejo de superioridad narrativa, una incomprensión esencial del medio y del mito.
Porque Star wars, en su forma más pura, no es una tesis sobre el totalitarismo ni una crítica a las estructuras económicas de la galaxia. Es un cuento de samuráis espaciales, de vaqueros morales, de monstruos con nobleza y héroes con miedos. Es una historia donde lo simple no es sinónimo de pueril, sino de esencial. Donde los ewoks, los gungans o los droides cómicos no son concesiones al público infantil, sino recordatorios de que incluso en el corazón del conflicto galáctico hay lugar para lo lúdico, lo absurdo y lo encantador.
Gilroy, sin embargo, pretende que olvidemos esto. Su serie se presenta como el equivalente a un tratado de guerra psicológica, apto solo para adultos que se han formado emocionalmente a base de Call of Duty y debates sobre geopolítica de ciencia ficción. Y así, lo que podría haber sido una joya madura del canon, se convierte en un callejón sin salida: una obra que no es Star wars, que no sensibiliza su música, que no vibra con su luz ni su sombra.

El resultado es demoledor: un episodio que no se atreve a ser claro, que teme la simplicidad, que desprecia el mito original para adornarse con capas de seriedad prestada. Como si dijera: «No soy una space opera ingenua, soy una tragedia moderna». Y sin embargo, en su afán de distinguirse, olvida que star wars ya era, en su origen, una tragedia luminosa, una epopeya clásica de las que permanecen, sin necesidad de disfraces adultos.
Al final, andor se convierte en lo contrario de lo que proclama ser. No es una evolución, sino una regresión. No una madurez, sino una adolescencia tardía. Y este primer episodio de la segunda temporada, tan aplaudido por la crítica automatizada, debería ser analizado no como el punto más alto de la franquicia, sino como el instante en que el mito fue encarcelado en un laboratorio narrativo. Un episodio que no entiende a star wars porque, en el fondo, no la ama.