El espejismo de la suscripción: pan para hoy, hambre para mañana
El espejismo de la suscripción: pan para hoy, hambre para mañana
Vivimos tiempos de abundancia ilusoria, de catálogos infinitos al alcance de un clic, donde las vitrinas digitales nos prometen océanos de contenido por una cuota mensual que apenas roza el precio de un almuerzo. Pero en esta aparente era dorada, algo se desangra silenciosamente. El valor intrínseco de las obras, la dignidad del objeto físico, la supervivencia de los creadores… Todo se sacrifica en el altar de la inmediatez.
Los servicios de suscripción, esos banquetes interminables de videojuegos, películas o series, son, en verdad, pan para hoy y hambre para mañana. Lo sabe bien Alex Hutchinson, director de Revenge of the Savage Planet, quien recientemente alzó la voz contra este modelo devorador que seduce a los jugadores con promesas de acceso ilimitado, pero que poco a poco vacía de oxígeno a los estudios que alimentan la maquinaria.

Su juego, lanzado de estreno en Xbox Game Pass, obtuvo de inmediato una amplia visibilidad y el previsible desembolso inicial por parte de Microsoft. El corto plazo sonrió: cifras, exposición, tráfico. Pero el largo plazo, como una marea negra, comienza a mostrar su verdadera forma. “Lo que hemos visto es que el contenido se ha devaluado y que la gente está menos dispuesta a pagar por las cosas”, afirma Hutchinson, consciente de que esta tendencia no es gratuita ni reversible. “A largo plazo, probablemente significará que se creen menos juegos y que muchos más estudios quiebren”.
La música ya recorrió este camino. Las plataformas de streaming prometieron el paraíso de la escucha ilimitada, pero sembraron una economía precaria donde solo los gigantes sobreviven y los artistas independientes se ahogan en centavos por reproducción. Hoy el cine y el videojuego transitan la misma ruta: un festín de suscripciones donde se entrena al consumidor a no poseer, a no pagar, a devorar y desechar.
Lo que está en juego no es solo la viabilidad de los estudios, sino la propia calidad, la ambición y la diversidad de las obras. Si todo está incluido, si todo se percibe como parte de un buffet interminable, ¿por qué el consumidor habría de valorar, conservar o profundizar? El riesgo es que terminemos habitando un ecosistema donde solo sobrevivan los productos diseñados para ser veloces, superficiales, desechables. Es la dictadura del algoritmo, la obsolescencia programada del arte.
Hutchinson propone una salida sensata y digna: retrasar la entrada de los juegos en los servicios de suscripción al menos un año tras su lanzamiento, como antaño hacían las películas que primero brillaban en la pantalla grande antes de llegar al alquiler o al hogar. Es, en esencia, la defensa del tiempo de exclusividad, del ciclo de vida natural de una obra. Primero, vender. Primero, valorar. Luego, cuando la obra haya respirado y caminado por sus propios medios, abrirla al caudal masivo de las suscripciones.
El cine, el videojuego y la literatura florecieron cuando las obras se vendían, se coleccionaban, se atesoraban en estanterías físicas. El DVD, el Blu-ray, el cartucho, el libro: objetos con peso, con precio, con historia. En ese mundo, el creador encontraba un refugio económico y una relación más honesta con su público. El producto era finito, era valioso, y por ello se cuidaba, se preservaba, se recomendaba.
Hoy la avalancha digital amenaza con convertirnos en turistas apáticos de catálogos inabarcables, donde nada se queda y todo se diluye. El verdadero sustento del cine y del videojuego no está en alimentar las grandes plataformas con suscripciones voraces, sino en defender la venta directa, el objeto físico, el pago justo por cada obra singular. Solo así el arte podrá seguir siendo una travesía de profundidad, y no una carrera sin alma hacia el próximo contenido olvidable.
Hutchinson lo intuye: lo barato de hoy puede salirnos caro mañana. Y lo que no pagamos ahora, quizá lo lamentemos después, cuando las estanterías estén vacías y los creadores hayan abandonado el juego.