El misterio subterráneo que desconcierta a la ciencia

Un susurro desde el abismo blanco: el misterio subterráneo que desconcierta a la ciencia

Hay lugares en la Tierra que no parecen pertenecerle. La Antártida, vasto desierto blanco donde el viento canta a cien kilómetros por hora y el termómetro se hunde más allá de los –60 °C, es uno de ellos. Y es allí, en ese páramo de hielo y silencio, donde ha comenzado a latir un enigma que desafía el corazón mismo de la física contemporánea.

Desde las entrañas del continente helado, no del cielo ni de las estrellas, emergen señales de radio imposibles. No lo dice una novela pulp de ciencia ficción, sino un estudio publicado en Physical Review Letters, firmado por el equipo de la doctora Stephanie Wissel en la Universidad Estatal de Pensilvania. Lo que detectaron —gracias a globos estratosféricos del experimento ANITA (Antarctic Impulsive Transient Antenna)— no tiene precedente: pulsos que surgen desde debajo del hielo, a más de 30 grados bajo el horizonte, como si algo hubiera atravesado la Tierra entera para emerger justo por el polo sur.

Lo que no debería existir

La física de partículas tiene una galería entera de criaturas invisibles: neutrinos, muones, quarks tímidos que cruzan materia sin dejar rastro. Pero nada en esa taxonomía explica la potencia ni la dirección de estas señales. ¿Neutrinos tau? Podría pensarse. Pero los neutrinos no dejan estas huellas ni con esa intensidad.

El equipo descartó todo lo descartable. Analizaron datos del Observatorio Pierre Auger en Argentina, compararon con simulaciones de fondo cósmico, eliminaron fallos instrumentales, reflejos, ilusiones. Y sin embargo, ahí estaban. Vibrando como un eco de algo que no comprendemos.

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¿Materia oscura? ¿Física nueva? ¿O una travesura del hielo eterno?

Las hipótesis que se barajan no son de este mundo. Literalmente. ¿Estamos ante una partícula que no encaja en el actual Modelo Estándar? ¿Una señal velada de la misteriosa materia oscura que conforma el 85 % del universo y permanece aún sin rostro? ¿O quizá una propiedad insospechada del hielo antártico, que en determinadas condiciones extremas actúa como lente, canal o amplificador de algo que no sabemos observar?

Lo más desconcertante es la naturaleza caprichosa del fenómeno: no se repite con claridad. Desde 2016, las señales aparecen y desaparecen como luciérnagas en la niebla, sin patrón ni anuncio. Son destellos de lo imposible. Fugas del guion escrito por la ciencia.

La Antártida, oráculo helado del futuro

Más allá de este enigma, la Antártida se ha convertido en un laboratorio natural para la exploración más punzante del universo. Desde sus lagos subglaciales ocultos a cuatro kilómetros de profundidad hasta los delicadísimos cambios en la circulación oceánica, el continente blanco susurra secretos sobre el clima, la evolución planetaria y el tejido mismo de la realidad.

Instrumentos como el telescopio IceCube —que también caza neutrinos del espacio profundo— convierten a este rincón del mundo en el «oído» más puro de la Tierra. Un oído que ahora ha escuchado algo que no entiende.

En diciembre de 2025, se lanzará el sucesor de ANITA: PUEO, un observador más sensible, más refinado, más decidido a encontrar si lo que oímos es un error o una revelación.

El asombro como brújula

Cuando una científica como Stephanie Wissel dice “no comprendemos lo que estamos viendo”, no hay derrota en sus palabras. Hay vértigo. El vértigo de asomarse a lo desconocido, de tocar los límites de la comprensión humana. Quizá lo que emerge desde el hielo no sea solo un pulso de radio, sino una grieta en el mapa del saber. Una invitación a reescribir lo que creíamos eterno.

En esa grieta habita el asombro, ese viejo aliado de los descubrimientos. Y con él, la certeza de que aún queda misterio bajo nuestros pies. Que el universo no ha dicho su última palabra. Y que a veces, para escucharla, hay que poner el oído en el hielo.

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