El ocaso del videojuego: cómo Fortnite, Minecraft y Roblox están devorando el alma de una industria cultural
Hubo un tiempo en que encender una consola era como abrir las puertas de un templo: no se trataba solo de jugar, sino de vivir dentro de una obra de arte interactiva. Mundos diseñados por mentes brillantes como Hideo Kojima, Shigeru Miyamoto, Shinji Mikami, John Romero o Hidetaka Miyazaki no solo nos entretenían, sino que nos transformaban. El videojuego había dejado atrás su infancia de luces parpadeantes para convertirse, por derecho propio, en un arte mayor. Un lenguaje. Una forma de pensamiento. Una experiencia espiritual.

Y sin embargo, aquí estamos: en pleno 2025, con una industria en crisis, creativos despedidos por decenas de miles, estudios cerrando y títulos brillantes que fracasan por no tener suficientes «micropagos». ¿Qué ha pasado? La respuesta no está en un mercado saturado, ni en los costes de desarrollo. Está, dolorosamente, en los rostros hipnotizados de millones de jóvenes frente a tres tótems huecos: Fortnite, Minecraft y Roblox.
Estos tres gigantes, disfrazados de juegos, son en realidad simulacros de videojuego, parques temáticos del tedio digital donde se recicla una y otra vez la misma rutina sin narrativa, sin visión, sin belleza. Representan la banalización total del medio: no hay historia, no hay arte, no hay sentido. Solo hay actividad. Movimiento sin dirección. Repetición sin aprendizaje. Colores chillones, bailes ridículos y cosméticos de pago en lugar de emoción, drama o catarsis.

Minecraft nos prometía creatividad, pero lo que ha creado es una generación incapaz de distinguir entre un mundo modular de píxeles idénticos y un diseño artístico intencionado. Lo que fue una caja de arena se ha convertido en un páramo de clones, un infinito copy-paste de nada.
Roblox, por su parte, es directamente un casino para menores disfrazado de plataforma creativa, donde los jugadores son también los desarrolladores, pero no para alcanzar el arte, sino para aprender a monetizar sus propias mediocridades.
Y Fortnite, el más mediático, ha convertido la guerra en una fiesta de neones y disfraces, donde el único objetivo es quedar bien en pantalla. Un shooter sin alma, un catálogo de bailes estúpidos y colaboraciones de marca que funcionan como virus culturales.
Y mientras estos tres colosos del vacío digital acaparan la atención y el tiempo de los jóvenes, el videojuego de autor, el que lleva sangre en su código, se muere de hambre. Ya no se financia un Silent Hill. Ya no hay espacio para un nuevo Shadow of the Colossus. Hacer un Death Stranding o un Baldur’s Gate III se vuelve una proeza casi suicida. Porque el jugador contemporáneo —formado en la escuela de los clicks infinitos y las skins brillantes— ya no quiere jugar. Quiere distraerse, matar tiempo, vivir en una pantalla anestésica.

Lo trágico no es solo que estos juegos dominen el mercado. Lo trágico es que han deformado por completo la sensibilidad del usuario. Hoy, pedirle a un joven que se emocione con Journey, que se enfrente a las ruinas de Dark Souls, que se deje atravesar por la poesía mecánica de The Last Guardian, es como pedirle que lea a Rilke cuando ha sido educado con tiktoks.
Estos juegos han creado un nuevo tipo de jugador: el jugador sin cultura. Paria digital, huérfano de referencias, incapaz de comprender que lo que tiene entre manos puede ser una obra con valor humano, estético, filosófico. Alguien que solo quiere su “pase de batalla”, su “item exclusivo”, su “emote”. Han cambiado la narrativa por la recompensa. Han sustituido la emoción por el estímulo inmediato.

El videojuego, que había logrado elevarse al Olimpo de las artes modernas, está siendo derribado desde dentro. No por la crítica, no por los gobiernos, sino por sus propios usuarios. Por generaciones educadas en la banalidad del entretenimiento perpetuo. Por un mercado que ha preferido vender disfraces antes que historias.
Y lo que viene es aún más sombrío: más despidos, más cierres de estudios, más diseñadores de trajes y menos diseñadores de mundos. Una industria arrastrada al abismo por su dependencia de audiencias que ya no piden videojuegos, sino contenidos para consumir mientras deslizan el dedo por la pantalla.
El videojuego fue, alguna vez, una forma de arte. Hoy, sus templos son parques infantiles sin memoria. Y sus sacerdotes, diseñadores de skins.
Si aún queda esperanza, está en los pocos que siguen defendiendo el videojuego como obra. Que aún creen que un joystick puede ser una pluma, que un menú puede ser un poema, y que un juego puede, como el cine o la literatura, hacernos mejores.
Pero para eso, tal vez, tengamos que apagar Fortnite. Y empezar de nuevo.