Wes Ball: la brújula de integridad que debe guiar a The Legend of Zelda
Las fotografías difundidas revelan el primer vistazo a los protagonistas: Bo Bragason como la princesa Zelda y Benjamin Evan Ainsworth como Link. Las imágenes sitúan a ambos personajes en un prado verde y luminoso, con Zelda equipada con su característico arco y el joven héroe luciendo la inconfundible túnica verde. Tanto el diseño del vestuario como la presencia de las orejas hylianas apuntan a una adaptación que busca respetar la estética clásica de la saga.



La nueva gran película de fantasía épica ya está en marcha
FIRST FOOTAGE OF THE ZELDA MOVIE BEING FILMED OMG OMG
— bea (@SlLENTPRINCESS) November 15, 2025
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La leyenda despierta otra vez, y esta vez lo hace con la gravedad dorada de los sueños que por fin encuentran cuerpo. The Legend of Zelda, orquestada por Wes Ball —el artesano de El corredor del laberinto y el heredero reciente del reino simiesco en El reino del planeta de los simios— prepara su desembarco en los cines el 7 de mayo de 2027. En el centro del vendaval, dos rostros jóvenes que aún no han sido moldeados por la sobreexposición: Benjamin Evan Ainsworth como un Link de mirada incandescente y Bo Bragason como una princesa Zelda que promete mezclar la fragilidad de la luz con la firmeza del destino. Dos intérpretes sin equipaje, limpios como el amanecer después de la tormenta; justo lo que necesita Hyrule para renacer sin máscaras prestadas.
Nintendo, guardiana de sus propios mitos, llevaba más de tres décadas sin atreverse a encender el fuego de la acción real. Pero aquí está, apostándolo todo a una fantasía que exige el pulso sereno de los artesanos y la audacia del pionero. Porque adaptar el vasto tapiz de Zelda es internarse en un bosque que respira: ruinas que guardan voces antiguas, reinos que vibran como metales mágicos, espadas que conservan memoria y un mal que respira en las grietas del mundo. Un universo que solo puede florecer si quien lo filma entiende que el espectáculo sin alma es humo. Y Ball, por fortuna, siempre ha sabido escuchar el latido humano que se esconde tras el despliegue visual.
Nueva Zelanda vuelve a ser la tierra de la magia
Las cámaras ya giran en Nueva Zelanda, ese territorio que la mirada de Peter Jackson elevó al rango de mito. No es una decisión estética: es una declaración de fe. Allí, donde las colinas parecen plegarias antiguas y las montañas se disuelven en brumas que rozan lo onírico, Hyrule encuentra su respiración natural.
Jackson comprendió que la fantasía solo funciona cuando el paisaje pesa en pantalla, cuando cada valle parece haber sido acariciado por siglos de historia. Nintendo lo ha entendido también: si quieres competir con las grandes epopeyas, no puedes construir sueños sobre pantallas LED que simulan sin sentir. Y The Legend of Zelda se está rodando como se hacía antes: caminando la tierra, oliendo la humedad del bosque, dejando que el viento modele la atmósfera en lugar de una máquina de efectos.
En tiempos en los que el cine se vuelve cada vez más higiénico y virtual, esta apuesta por lo corpóreo es casi un gesto de rebelión. Una promesa para quienes aún creemos que la fantasía debe doler en los músculos y ensuciarse las botas.
El legado de una trilogía irrepetible
Comparar cualquier proyecto con El Señor de los Anillos es enfrentarlo a una sombra colosal. Pero es inevitable recordar por qué aquella trilogía se alzó como un monolito insuperable. Llegó justo cuando la técnica permitía soñar en grande sin renunciar a la materia física del cine: maquillajes palpables, armaduras reales, miniaturas cuyo detalle aún abruma al ojo más exigente.
Por eso envejece con la dignidad de una estatua tallada en mármol: porque no fue esclava del artificio, sino hija del equilibrio. Y porque, sobre todo, entendía que la épica no significa nada sin un corazón humano latiendo en su centro: la amistad, la renuncia, la fragilidad del deber cuando el mundo está al borde del abismo.
Si The Legend of Zelda aspira a rozar esa grandeza, deberá encontrar su melodía íntima, ese temblor de emoción que solo aparece cuando la aventura deja de ser un despliegue y se convierte en un destino.
Wes Ball parece conocerlo. Confesó que Zelda ha sido “una de las cosas más importantes de su vida, casi al nivel de Star Wars”. Y cuando un director habla así, deja de ser un empleado del estudio: se vuelve un guardián del mito.
Una nueva generación de héroes
El reparto apunta en la dirección de lo duradero. No un catálogo de estrellas, sino una semilla de futuro. Ainsworth, con su mezcla de ingenuidad y aplomo, porta la esencia de un héroe que nunca elige la aventura, sino que responde a su llamada. Bragason, con esa serenidad luminosa, parece nacida para sostener el peso de una corona espiritual más que política.
El espectador no verá intérpretes: verá a Link y Zelda. Y ese milagro, tan raro en un Hollywood saturado de rostros reconocibles, es la base sobre la que se levantan las sagas perdurables.
¿Podrá Hyrule igualar a la Tierra Media?
Quizá la pregunta esté mal formulada. Tal vez no se trate de superar nada, sino de recordar que la fantasía vive en los intersticios de la infancia, en esa chispa que nos invitaba a blandir una espada invisible en mitad del pasillo. Si Hyrule logra sentirse viva —con sus bosques murmurares, sus templos desvelados por la luna, su música que parece escrita por espíritus—, entonces ya habrá triunfado.
Porque no se inventaron los cuentos para competir, sino para recordar que todavía quedan territorios internos por conquistar.
Cuenta atrás para una nueva era de la fantasía
Aún falta tiempo para el estreno, pero la llama ya está encendida. Un director apasionado, un paisaje real donde la magia respira y el respaldo conjunto de Nintendo y Sony componen los ingredientes de una epopeya llamada a marcar época.
Quizá, cuando llegue 2027, descubramos que ese fue el año en el que la fantasía volvió a levantar la cabeza y mirar al horizonte. Y tal vez, si la Trifuerza decide sonreír, Hyrule se convierta en la Tierra Media de una generación que no vio nacer La comunidad del anillo, pero sí podrá ver renacer el poder del mito.
El reino del planeta de los simios: la brújula de integridad que debe guiar a The legend of zelda
Hay algo profundamente alentador en El reino del planeta de los simios (2024): en medio del ruido ensordecedor de las franquicias tratadas como simples parques temáticos para algoritmos, Wes Ball logró lo improbable. Su película —un blockbuster apadrinado por Fox bajo el paraguas de Disney— se mantuvo imperturbable en su tono, como una catedral erguida frente a la tormenta de la complacencia. En sus más de dos horas de metraje, no hay ni una sola escena diseñada como guiño barato para provocar risas automáticas o memes fugaces. No hay paréntesis cómicos que rompan la gravedad de la narración. Ball, con un temple casi quijotesco, demostró que el cine comercial aún puede respetar a su público y al mundo que construye.

Esa seriedad no es frialdad: es respeto. El reino del planeta de los simios muestra solemnidad y aventura sin convertirse en un mármol inerte. Su universo, lleno de ruinas que parecen susurrar tragedias antiguas y de simios cuyos ojos expresan más humanidad que muchos protagonistas humanos del cine reciente, se construye con un cuidado casi artesanal. La fotografía y los efectos visuales —sobrios, texturados, con esa pátina de mundo vivido que evita el plástico digital tan habitual en Disney— permiten al espectador sumergirse en un relato que nunca subestima su inteligencia.

Wes Ball, que debutó con El corredor del laberinto, aquí alcanza una madurez notable. Su cámara no busca el deslumbramiento gratuito, sino la épica genuina. La tensión dramática es constante, pero jamás sensacionalista. Los momentos de acción —trepidantes, bellamente coreografiados— no se sienten como clips prefabricados para redes sociales, sino como piezas orgánicas de un relato que cree en el peso de sus personajes y en la gravedad de sus decisiones.
Este logro tiene un peso inmenso como referencia para The Legend of Zelda (2027). Si la franquicia de Nintendo exige algo, es exactamente eso: una convicción absoluta en su propio mito. Zelda no puede permitirse convertirse en un pastiche de chistes autorreferenciales ni en un desfile de nostalgia hueca. La saga que nos ha dado paisajes como Hyrule, melodías eternas como el “Zelda’s Lullaby” y héroes que se enfrentan al destino con una espada y un silencio obstinado merece la misma reverencia que Ball mostró hacia los simios y su mundo.

Lo más valioso de El reino del planeta de los simios es su integridad frente al coloso corporativo. En una era donde los grandes estudios parecen obedecer a comités de accionistas más que a narradores, Ball probó que es posible resistir. Si pudo sostener ese temple bajo el escrutinio de Disney, ¿por qué no imaginar que podría darle a Hyrule la grandeza que merece? Si The Legend of Zelda sigue este ejemplo, veremos no solo una adaptación cuidada, sino una película capaz de devolver al blockbuster la dignidad que a veces parece haber perdido.
Wes Ball, en 2024, no hizo solo una buena película de simios: plantó una bandera. Y esa bandera ondea ahora sobre los cielos de Hyrule, recordándonos que la seriedad —cuando nace del respeto y la pasión— puede ser la forma más pura de amor al mito.



