¿Estudiar o ser influencer? La encrucijada educativa de una generación distraída
¿Estudiar o ser influencer? La encrucijada educativa de una generación distraída
En pleno auge de las redes digitales, se abre ante nosotros —padres, educadores, pensadores— una inquietante encrucijada cultural: ¿estamos formando a nuestros hijos para ser sabios o para ser visibles? ¿Para cultivar el intelecto o para cosechar seguidores?
Vivimos una era que se cree a sí misma más inteligente que nunca. Las sociedades actuales presumen de estar impregnadas de conocimiento, de pensamiento crítico, de sofisticación intelectual, pero en las profundidades de esa autocelebración se gesta un fenómeno alarmante: la infantilización de los ideales y la glorificación de la superficialidad.

Hoy, a la hora de proyectar el futuro de nuestros hijos, no son pocos los que dudan entre alentarlos a perseverar en los estudios o a lanzarse de lleno en la construcción de una identidad digital rentable. ¿Qué valor tiene una carrera universitaria frente a un canal de Twitch que, con suerte y carisma, puede generar ingresos mensuales superiores al salario promedio de un médico o un ingeniero? ¿Cómo competir con el brillo fácil de la fama cuando las recompensas del conocimiento requieren esfuerzo, disciplina y tiempo?
Las grandes plataformas —YouTube, Instagram, TikTok, Twitch— no solo han redefinido el entretenimiento, sino que han tomado el control silencioso de la imaginación de nuestros hijos. Allí donde antaño se soñaba con ser astrónomo, escritora, biólogo marino o filósofa, hoy muchos adolescentes sueñan con ser virales. La aspiración ya no es descubrir el mundo, sino ser descubierto por él.

Y lo más preocupante es que los padres no somos meros testigos de esta transformación: en muchos casos, somos cómplices activos. Abrimos cuentas de Instagram para nuestros hijos pequeños, documentamos sus vidas como si fueran personajes de una serie episódica y permitimos —o incluso promovemos— que se conviertan en pequeños influencers, celebridades domésticas cuyo rostro recorre el globo mientras su espíritu apenas comienza a formarse.
¿Estamos, entonces, evolucionando como especie o retrocediendo hacia una versión edulcorada de nosotros mismos, esclava de la inmediatez y del espectáculo? Mientras una parte de la sociedad insiste con noble terquedad en defender el valor del pensamiento, de la lectura, del conocimiento, otra —más numerosa, más atractiva, más seductora— conduce a nuestros jóvenes hacia un culto del «yo» que brilla pero no ilumina.

La pregunta no es menor. Nos enfrentamos a una dicotomía civilizatoria: ¿queremos una humanidad compuesta por seres críticos, sensibles, capaces de comprender y transformar el mundo? ¿O nos conformamos con espectadores de su propia imagen, hábiles para entretener, pero frágiles para pensar?
Educar es, en definitiva, resistir. Resistir el grito seductor del éxito inmediato, resistir el hechizo de los algoritmos, resistir el embotamiento de la conciencia. No se trata de demonizar las plataformas, ni de negar su poder comunicativo y estético, sino de equilibrar el juego. De recordar que una cámara no sustituye un libro, que un tutorial no reemplaza una clase, que un like no es una idea.
Quizá haya que recuperar una antigua y olvidada palabra: sabiduría. No solo conocimiento, no solo destreza técnica, sino profundidad, humildad y sentido. Porque si no devolvemos el prestigio al pensamiento, si no volvemos a señalar el valor de la reflexión, si no ponemos límites al exhibicionismo banal, corremos el riesgo de dejar a nuestros hijos a merced de una selva de estímulos, donde brillar será más importante que comprender, y donde ser visto sustituirá peligrosamente al ser.
Hoy más que nunca, la tarea de educar se convierte en una forma de rebelión. Y como toda rebelión digna, exige coraje, visión y amor por el futuro.