La espuma, el deseo y la risa: ‘Seis suecas en el internado’ (1979) y el goce sin culpa

Hay películas que no se filman, se liberan. Como si un vendaval de deseo kitsch barriera las buenas costumbres con una carcajada maliciosa, Seis suecas en el internado (Sex tjejer i Tyrolen, 1979), dirigida por el sueco Erwin C. Dietrich bajo el seudónimo Michael Thomas, se desliza por la historia del cine como una broma libidinosa que nunca pidió permiso para entrar al aula. Esta no es una película: es un suspiro picaresco envuelto en lencería barata, un chiste cochambroso con acento escandinavo, una postal veraniega enviada desde un lugar donde la trama duerme siesta y el erotismo hace travesuras en los pasillos de una institución imaginaria.

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Las suecas, ese mito solar

Las «suecas» del título no son tanto personajes como emblemas. Rubias, sonrientes, eternamente al borde del desnudo, las seis jóvenes que pueblan el internado —ese espacio de disciplina pervertida por la temperatura de la carne— no necesitan biografía. Son, ante todo, formas: cuerpos satíricos que encarnan la pulsión hedonista de un cine que ya no distingue entre la risa y el jadeo. Su nacionalidad es parte del fetiche: la «sueca» —categoría mítica en el imaginario erótico europeo del siglo XX— representa la mujer que no se avergüenza, que se baña desnuda, que llega de un país libre y feliz como una utopía libertina.

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El internado como ecosistema del desmadre

Nada más delicioso que colocar el caos en el corazón de la represión. Como en las comedias eróticas italianas o alemanas de la misma época, aquí el internado no es sino una parodia del orden, un escenario donde la disciplina se desvanece entre baños de espuma, persecuciones absurdas y profesores que no enseñan nada salvo el arte de espiar por cerraduras. Las aulas son campos de juego, los dormitorios jardines del Edén revisados por un equipo de filmación algo borracho.

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Erwin C. Dietrich, rey suizo de la serie B y C, rueda con la convicción de quien cree que el sexo puede ser no solo mostrado, sino celebrado sin solemnidad. Su cámara no es cínica, es pícara; no seduce, hace cosquillas. El resultado es un cine de gamberros elegantes: Seis suecas en el internado no pretende ser más que lo que es, y en eso encuentra su inocencia perversa.

Texturas de un verano sin moral

La textura de la película es tibia como una toalla mojada al sol, huele a jabón barato y a flores de plástico. El celuloide emana esa sensualidad sintética de los 70 tardíos: cortinas estampadas, calzones altos, camas redondas, interiores con alfombra y luz amarilla que parece derretirse sobre los cuerpos. La música —entre lounge y pornofunk— es la voz secreta de esta bacanal encapsulada. Todo tiene la consistencia de un sueño húmedo adolescente cuya lógica ha sido escrita con crayones en el reverso de una carpeta escolar.

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Y sin embargo, bajo el aparente despropósito, hay una nostalgia tácita: la de un mundo donde el deseo no tenía algoritmos, donde el escándalo era más risueño que indignado, y donde el cine aún podía permitirse jugar con el erotismo como si fuera plastilina de feria.

La risa como lubricante

Seis suecas en el internado es un artefacto de humor lubricado, y en ello reside su mayor mérito. No hay violencia, ni cinismo, ni trauma: solo cuerpos jugando a gustarse, a veces con torpeza, otras con euforia, en una suerte de opereta libidinosa que parece escrita por un director de revistas teatrales en plena borrachera estival. Su erotismo no duele, no hiere: hace cosquillas.

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Epílogo para tiempos castos

Hoy, en una era de vigilancias morales y teorías de lectura infinita, esta película sobrevive como un fósil travieso de otra sensibilidad. Tal vez sea incorrecta, sí. Tal vez su humor nos sonroje de formas nuevas. Pero hay algo entrañablemente libre en su forma de no tomarse en serio, de ofrecerse como un entretenimiento desenfadado para una época menos ansiosa. Seis suecas en el internado es, al final, un himno a la desnudez del espíritu, al desorden necesario, al deseo que se ríe de sí mismo. Un pastel de crema lanzado con alegría contra el rostro de la represión.

O como diría uno de sus personajes, en mitad de una escena que nadie recordará por su guion:
—¿Y si esta fuera la verdadera educación?

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