La paradoja del poder: por qué la ciencia atrae a los más inteligentes y la política a los más ambiciosos
La paradoja del poder: por qué la ciencia atrae a los más inteligentes y la política a los más ambiciosos
En un mundo que presume de lógica, pocas cosas resultan tan absurdamente ilógicas como esta: la política, encargada del destino de millones, no está gobernada por las mentes más brillantes, sino por las más voraces. Mientras tanto, la ciencia —ese espacio silencioso donde se tejen los hilos invisibles de nuestro futuro— atrae a los genios, los que piensan en lo universal, en lo probable, en lo que no se ve pero ya se intuye. ¿Cómo hemos llegado a esta inversión moral e intelectual?
La respuesta, quizá, sea tan antigua como el fuego y tan sencilla como descorazonadora: el poder no se conquista con inteligencia, sino con hambre. Y la política, en su forma más pura, no es el arte de gobernar —eso lo soñó Aristóteles—, sino el arte de subir, de permanecer, de ganar. Quien aspira a ella no busca, casi nunca, la verdad, sino el resultado. No la justicia, sino la victoria. Y en esa carrera, la inteligencia suele ser un lastre si no va acompañada de ambición desmedida y capacidad para el teatro.
En cambio, la ciencia —ese campo sin cámaras ni aplausos inmediatos— premia el razonamiento, no la retórica. Exige paciencia, humildad ante el error, pasión por lo invisible. El científico investiga para entender. El político, con frecuencia, simula entender para convencer. Uno duda, el otro afirma. Uno corrige, el otro niega. Uno se pasa diez años analizando una célula. El otro aprende a sonreír mientras miente.
No es que en la política no haya personas inteligentes. Las hay, sin duda. Pero el sistema las convierte en gestores de voluntad pública, no en pensadores libres. Su inteligencia queda al servicio de una maquinaria de consensos, de votos, de titulares. Lo urgente arrasa con lo importante. El eslogan gana al razonamiento. Y la emoción —esa gran seductora de masas— barre a la lógica sin pedir permiso.
La política, como campo de acción, está diseñada para premiar el deseo de mando, no el amor al saber. Es natural, entonces, que atraiga a quienes quieren ocupar, dominar, decidir, figurar. La ambición, entendida como voluntad de poder por encima del otro, no es una anomalía en la política: es su combustible. Pero ese mismo combustible, fuera de control, es también veneno.
Lo irónico es que la política debería ser el lugar más sagrado del pensamiento, pues de ella depende la salud del planeta, la vida de los pueblos, la paz o la guerra, el pan o el hambre. En un mundo justo, los más sabios deberían guiarnos. Y sin embargo, lo hacen los más insistentes. Los más calculadores. Los más necesitados de aplauso.
¿Y si fuera posible otra forma de gobernar? Una donde el poder se entendiera como servicio, no como estatus. Donde la política fuese espacio para los sabios, los prudentes, los formados. Donde la ambición no fuera la llave de entrada, sino el motivo de expulsión. Donde gobernar requiriera no solo votos, sino altura de pensamiento y compromiso ético verdadero.
Hoy, la política parece más una agencia de casting que un ágora de ideas. Y mientras tanto, en un laboratorio olvidado, alguien descubre una partícula, una vacuna, una teoría que cambiará nuestras vidas… sin más recompensa que la certeza de haber contribuido a algo mayor que sí mismo.
Quizá el día en que el poder deje de ser un premio, y pase a ser una responsabilidad que de verdad implique sacrificio, vocación y conocimiento profundo, los más inteligentes decidirán acercarse a él.
Hasta entonces, el mundo seguirá gobernado por los que quieren más, no por los que saben más. Y esa, por desgracia, es la ecuación más peligrosa del siglo.