La pureza perdida: los Goya y el cine como moneda de cambio
La pureza perdida: los Goya y el cine como moneda de cambio
En los albores del cine, cuando las imágenes en celuloide danzaban como espectros de luz sobre la superficie plateada de una pantalla, el arte cinematográfico se erigía como un acto de revelación. No era solo un testimonio de la realidad, sino una transfiguración poética de esta. En sus inicios, el cine no estaba sometido a las servidumbres del cálculo político ni a la corrupción de los compromisos. Era, en su forma más pura, un torrente de creatividad inquebrantable, un medio donde la verdad artística hallaba su plenitud sin interferencias exógenas.
Sin embargo, la historia del cine es también la historia de su progresiva domesticación. Lo que en sus orígenes era una herramienta de asombro y exploración ha devenido en un mecanismo de consagración mutua, en un feudo donde priman las lealtades antes que la excelencia. Ningún evento encarna mejor esta metamorfosis que los premios Goya, antaño concebidos como la celebración de la grandeza del cine español y hoy reducidos a un corralito de afinidades, donde la industria se refleja complacida en su propia imagen, como Narciso ante su charca.
Un premio despojado de esencia
No es solo que los Goya hayan perdido su capacidad para premiar lo mejor del séptimo arte, sino que han dejado de ser una ceremonia en la que el cine mismo tenga protagonismo. Lo que debería ser un altar de la creatividad se ha convertido en un escenario de transacciones simbólicas, donde las agendas políticas, los ideales prefabricados y las lealtades corporativas desplazan al arte genuino. La pureza del cine, esa que Jean Renoir veía en la mirada de un niño descubriendo el mundo a través de la pantalla, ha sido sacrificada en aras de la conveniencia.
Basta con observar la evolución de la gala para advertir cómo ha pasado de ser un reconocimiento al talento a un ritual de autopromoción, una liturgia donde lo relevante ya no es la película, sino el mensaje que encarna. La obra se disuelve en la consigna, el mérito se diluye en el oportunismo y la emoción genuina cede el paso a la performance ideológica. En este proceso, se desvanece la singularidad del cine como experiencia sensorial y estética, quedando en su lugar un aparato burocrático de validación mutua.

La industria frente al arte
Es natural que cualquier industria establezca sus propios códigos y mecanismos de reconocimiento, pero cuando estos se transforman en un sistema cerrado, el resultado es una casta endogámica que premia más la pertenencia que la excelencia. Los Goya han llegado a ese punto en el que la nominación y el galardón no responden tanto a una evaluación artística como a una serie de equilibrios estratégicos. No se trata de desconocer que el cine, como cualquier arte, está atravesado por las tensiones de su tiempo, pero sí de señalar la paradoja de una ceremonia que, en lugar de celebrar el cine, lo reduce a moneda de cambio.
Este fenómeno no es exclusivo de los Goya, pero en su caso resulta particularmente desalentador por la magnitud del deterioro. Mientras que en sus primeras ediciones había un esfuerzo por reconocer la diversidad creativa, hoy la gala es un ejercicio de conformismo, donde la previsibilidad de los premiados es casi una certeza matemática. El cine como forma de rebeldía ha sido domesticado, encajonado en un marco de discursos institucionales que lo convierten en un eco de lo que debería ser.
La nostalgia del cine sin cadenas
Resulta difícil no añorar aquellos tiempos en los que el cine era un acto de resistencia contra el conformismo, una grieta en la realidad por la que se colaba la belleza inesperada. Películas que desafiaban las normas establecidas, directores que rompían moldes sin temer represalias, narrativas que no pedían permiso para existir. El cine no siempre fue puro, pero sí fue libre, y en esa libertad encontraba su mayor verdad.
Hoy, en cambio, la ceremonia de los Goya es una demostración de cómo la institucionalización ahoga la frescura creativa. Lo que podría ser un espacio de revelación y asombro se ha convertido en un foro de complacencias, donde lo importante no es el cine, sino el relato que se construye alrededor de él. Y así, año tras año, la industria se aplaude a sí misma mientras el cine, ese arte que alguna vez nos hizo soñar sin ataduras, se desdibuja en el fondo, convertido en pretexto de una gran representación.
No es que el cine haya muerto en los Goya, pero sí ha sido desplazado. Su espíritu, el mismo que una vez iluminó la mirada de los pioneros que vieron en el cine un milagro de la luz y la sombra, vaga como un fantasma entre butacas ocupadas por aquellos que prefieren un cine útil a un cine verdadero. Quienes todavía creen en la pureza del cine, en su capacidad para conmover sin intermediarios, solo pueden esperar a que, en algún rincón del futuro, alguien decida volver a encender la luz en la pantalla para recordarnos lo que realmente significa el séptimo arte.