Para qué sirve un crítico de cine en 2025: la extinción del juicio y el triunfo del yo vacío
El estreno de Una batalla tras otra, la nueva película de Paul Thomas Anderson, ha sido celebrado casi unánimemente por la crítica. Noventa y cinco por ciento de aprobación, unanimidad en los festivales, vítores en los medios, y una única voz discordante —la de Carlos Boyero— que aún se atreve a dudar. Pero el verdadero problema no está en el consenso de los críticos, sino en la desaparición del propio crítico como figura cultural.
Vivimos en una época donde el espectador, empoderado por el espejismo digital de la opinión infinita, se ha convencido de que ya no necesita aprender nada. El yo —inflado, autosuficiente, adicto a su reflejo en la pantalla— ha desplazado al juicio cultivado. Todos son sabios en TikTok, todos son expertos en Letterboxd, todos saben de cine porque vieron un vídeo de tres minutos que “les hizo pensar”. En ese paisaje, el crítico profesional se convierte en un vestigio arqueológico, una figura que el nuevo público mira con la misma condescendencia con la que se observa a un monje iluminando un manuscrito: un artesano de otra era.

La nueva barbarie ilustrada
La diferencia entre el espectador actual y el del siglo XX no es el acceso al conocimiento, sino la soberbia del que ya no lo desea. El espectador de hoy no busca entender el cine, sino confirmarse en él. No interpreta, se refleja. No pregunta, sentencia. En los albores del siglo XX, la pobreza cultural era material: no existían escuelas, ni pantallas, ni métodos. Hoy es espiritual. Tenemos todos los medios, pero hemos perdido la humildad del aprendizaje.
El nuevo espectador confunde sentir con comprender. Cree que la emoción le concede autoridad y que su experiencia subjetiva equivale a saber. Por eso detesta al crítico, porque el crítico, al analizar, le recuerda que hay jerarquías del pensamiento, estructuras de lenguaje, tradición estética, historia, política, moral, técnica. Todo lo que el yo contemporáneo no tolera: límites.
El fin de la conversación
Una batalla tras otra ha servido para mostrarlo con claridad. Los críticos, conmovidos por el genio de Anderson, han caído en un consenso que ya no comunica. Pero el público tampoco quiere comunicarse: quiere opinar. El diálogo se ha disuelto en una marea de monólogos que no buscan encuentro, sino validación. El espectador contemporáneo ya no quiere aprender de la mirada profesional; quiere competir con ella.

La crítica, antaño espacio de interpretación, se ha transformado en un campo de batalla ideológico donde cada espectador defiende su identidad, no su argumento. De ahí que Boyero —sí, el eterno gruñón— parezca hoy casi un héroe trágico, un último romántico que defiende el derecho a disentir en un océano de unanimidad complaciente.
El falso igualitarismo del juicio
Las redes han vendido una idea falsamente democrática del gusto: todos los juicios valen lo mismo. Pero no, no todos valen lo mismo. El juicio necesita cultura, tiempo, sensibilidad, lectura, error, duda. Sin eso, la opinión es ruido, y el ruido es la forma actual del pensamiento. La crítica era —y debería seguir siendo— la brújula en medio de ese ruido.
Hoy, sin embargo, el espectador medio vive en el espejismo de que su intuición basta. Ya no hay maestros ni discípulos, solo comentaristas. La figura del crítico, que antes mediaba entre la obra y el público, ha sido sustituida por algoritmos y “scores” en plataformas de agregación. Rotten Tomatoes y Filmaffinity han convertido el pensamiento en porcentajes, el debate en estadística, el arte en marketing.

El crítico como resistencia
Pero el crítico no está muerto; está sitiado. Su función ya no es explicar el cine al público, sino recordarle que entender es un acto de humildad. Que el conocimiento no nace del yo, sino del otro. Que el arte no se agota en la reacción inmediata, ni se mide en “likes” o en estrellas, sino en la profundidad de su huella.
El crítico, en 2025, no sirve para recomendar películas —eso lo hace el algoritmo con mayor eficacia—, sino para devolverle al espectador la posibilidad de pensar. De ser más que su reflejo. De volver a mirar el cine como lo que fue: una conversación entre almas, no un escaparate de opiniones.
Epílogo: el ruido y el eco
Una batalla tras otra narra hombres que no saben aceptar el presente, atrapados por un pasado que no vuelve. Quizá Paul Thomas Anderson, sin proponérselo, ha filmado una metáfora del propio espectador moderno: un individuo aislado, nostálgico de una sabiduría que ya no tiene, convencido de su propia lucidez mientras se hunde en la niebla del yo.

La nueva generación de espectadores es, culturalmente, la más pobre desde los albores del cine. No porque le falte acceso, sino porque le sobra vanidad. En la pantalla, como en la vida, solo un tonto cree que lo sabe todo. Y hoy, el tonto —satisfecho y digital— ha tomado la butaca central del cine.



