Rosalía católica y los toros vuelven a latir con ‘Lux’

Crítica de ‘Lux’ de Rosalía: una catedral sonora para la era del vértigo

Con Lux, Rosalía se atreve a levantar una catedral sobre los cimientos del pop contemporáneo, un templo de mármol y neones donde la espiritualidad y la carne se confunden en un mismo canto. Su cuarto álbum no solo renueva su propia voz, sino que revaloriza el concepto de álbum en un tiempo en que casi nadie escucha discos: una obra unitaria, coral, diseñada para ser recorrida como quien atraviesa las naves de una basílica en penumbra.

«Será un disco de rock pero con la grandeza de la ópera», decía Freddie Mercury hace medio siglo. Cambien rock por pop y ahí tienen a Rosalía. Lux no es su A Night at the Opera, pero comparte ese mismo impulso de trascender los géneros, de convertir la emoción en arquitectura. Y, sí, el resultado deslumbra.

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El estallido de una identidad múltiple

Rosalía ha decidido romper —de una vez por todas— con lo latino como estética dominante, abrazando un europeísmo polifónico que la sitúa entre las grandes alquimistas del siglo XXI. El disco recorre catorce idiomas —del español al árabe, del catalán al japonés—, pero el caló, apenas perceptible, se convierte en su llave mística: la invocación a Undivel, el dios gitano, que parece mirar desde lo alto cada verso.

El álbum abre con Sexo, violencia y llantas, donde lo profano y lo divino se rozan con un lirismo casi bíblico. Le sigue Reliquia, esa joya filtrada que entre violines y distorsión digital parece inventar un nuevo género: la clasitrónica. Aquí, Rosalía no canta solo lo que ha ganado o perdido; más bien parece poner su biografía en el altar y verla arder.

Un viaje en tres movimientos

El primer movimiento concluye con Divinize, Porcelana y Mio Cristo, piezas que van del minimalismo al delirio cinematográfico. Luego llega Berghain, el corazón del disco, tan magnético como equívoco: lo que algunos juzgaron un capricho excéntrico se revela en contexto como un pilar indispensable, la pulsación que sostiene toda la bóveda sonora.

Cada tema de Lux cobra sentido dentro del conjunto. No hay sencillos aislados, sino capítulos de una misma partitura emocional. Por eso este álbum es una de las más rotundas reivindicaciones del formato total que haya ofrecido el pop en la última década.

Del cante jondo al mandarin rap

En La perla, Rosalía convierte el desamor en una ranchera que parece escrita para bailarse con lágrimas. Mundo nuevo retoma el cante jondo en bruto, mientras De madrugá —compuesta hace años y rescatada del baúl de Colón 2018— suena como la carta de amor a su propio pasado.

Pero la cima lírica llega con Dios es un stalker, donde la artista fusiona flamenco, percusión caribeña y una ironía celestial que convierte la blasfemia en arte. Luego llega Sauvignon Blanc, frágil como una confesión al borde del abismo, y el golpe de autoridad final con Novia robot, donde Rosalía rapea en mandarín para exorcizar su feminidad desde la inteligencia artificial.

El arte de despedirse del mundo

El disco se despide con Magnolias, un cierre que sabe a regreso y a despedida. A esa altura, el oyente ya no es un espectador: ha viajado con ella, ha sido arrastrado por su marejada emocional. Lux no se escucha en el metro —salvo que uno desee perder la parada y reencontrarse en otra dimensión—. Es un álbum que exige entrega, atención, riesgo: un salto al vacío estético que solo unos pocos se atreven a dar.

Rosalía, total

Con Lux, Rosalía se sitúa junto a los grandes totalistas de la historia musical: Björk, Nina Simone, Kate Bush. No se limita a cantar; construye mundos, debate con Dios, se disuelve en la pantalla luminosa del presente sin perder la raíz.

Y aunque el fervor mediático la haya elevado a la categoría de mesías pop, conviene recordar que ni pretende salvarnos ni necesita hacerlo. Basta con dejar que su música nos guíe un instante por esa zona intermedia entre la gracia y la furia.

A fin de cuentas, Lux no es solo un disco. Es un acto de fe en la posibilidad de que el arte vuelva a ser sagrado, incluso —o sobre todo— en tiempos de scroll infinito.

La cultura pop redescubre la tradición

Tras una larga década de dominio progresista, la cultura popular comienza a reconciliarse con símbolos, valores y gestos que hasta hace poco se consideraban propios de la derecha o del pasado. El ejemplo más visible es Rosalía, que ha presentado su nuevo disco, Lux, con una portada que evoca un hábito religioso y canciones de títulos como Reliquia o Mío Cristo, acompañada por el coro de Montserrat. La artista, que antes había jugado con lo urbano y lo queer, ahora se sumerge en una espiritualidad luminosa, casi mística, que sorprende y emociona.

Simultáneamente, el cine español nos regala Los domingos, de Alauda Ruiz de Azúa, una película sobre una joven que deja sus estudios para abrazar la vida contemplativa. En un país donde la fe parecía languidecer, estos gestos artísticos parecen anunciar algo distinto: una búsqueda de sentido, de raíz, de trascendencia.

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El regreso del alma y el riesgo

La cultura, sin dejar de ser plural, está empezando a abrirse de nuevo a lo sagrado y a lo simbólico. Lo mismo ocurre con el toreo, que tras años de desprestigio mediático vuelve a despertar interés. Películas como Tardes de soledad o la poética despedida de Morante de la Puebla lo han devuelto a un lugar romántico, heroico, casi metafísico. No se trata ya de sangre ni de espectáculo, sino del gesto: del hombre que se enfrenta al peligro con elegancia y devoción. No es casual que Las Ventas haya registrado su mejor temporada en una década.

El torero, como el monje o el artista, encarna una idea esencialmente conservadora: que la vida tiene un valor trascendente y exige coraje, disciplina y fe. En un tiempo de pantallas frías y emociones instantáneas, esa imagen del riesgo y del honor tiene algo profundamente humano.

Un giro que no es ideológico, sino espiritual

El fenómeno trasciende nuestras fronteras. Taylor Swift se compromete en un jardín clásico con un anillo de diamantes y vestido de Ralph Lauren. Beyoncé graba un álbum de country, género que celebra la vida sencilla, la familia y el trabajo. Incluso la publicidad, con figuras como Sydney Sweeney, recupera una estética femenina sin complejos, más cercana a la belleza natural y al encanto clásico que al discurso militante.

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No se trata de un viraje político. Ni Rosalía ni Swift han dejado de expresar sus ideas. Pero es evidente que los artistas vuelven a sentir curiosidad por la tradición, la fe, la patria, el deseo de permanencia. Y que el público, cansado de lo posmoderno y lo cínico, empieza a buscar raíces.

Quizá lo que estemos viviendo no sea un retroceso, sino una reconciliación con el alma. La cultura pop —esa máquina siempre en fuga hacia lo nuevo— ha mirado al fin hacia atrás y ha descubierto que lo eterno también emociona.

La cruz, el ruedo, la palabra sagrada: todo eso que creímos superado vuelve a brillar con naturalidad en las pantallas y escenarios. Porque, después de tanto ruido, el arte parece haber recordado algo esencial: que la belleza sin trascendencia no basta.

Crítica de ‘Lux’ de Rosalía

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