Ver Sugar Cookies o Lesbianismo asesino (1973) | El film X de culto de Oliver Stone y La Troma
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Bocados letales de azúcar: anatomía erótica y fílmica de Sugar Cookies (1973)
Hay películas que huelen a celuloide quemado, a cortina de terciopelo polvorienta, a deseo embalsamado bajo el foco de una lámpara sin pantalla. Sugar Cookies, film dirigida por Theodore Gershuny y escrita por un jovencísimo Oliver Stone junto a la productora Troma —ese eterno laboratorio de lo malsano, lo grotesco, lo provocador—, se desliza entre esas cintas de culto que parecen susurrar desde un sótano húmedo, donde el cine no es entretenimiento, sino ritual, perversión, disidencia.
A medio camino entre el cine de explotación, el giallo minimalista y el drama erótico bourgués, Sugar Cookies es, en el fondo, un juego de espejos rotos. En su argumento, todo gira en torno a una actriz porno asesinada (o mejor dicho, llevada al suicidio filmado) por su amante y productor, quien luego intentará modelar a una nueva mujer a imagen y semejanza de la víctima. No hay aquí redención posible: el cuerpo femenino se descompone en una lógica de uso y reemplazo, como si se tratara de una muñeca inflable manufacturada en celuloide.

El cine como crimen, el deseo como montaje
En este film temprano, Stone ya despunta una fijación por la manipulación de la imagen, la máscara y el doble, una especie de precursor modesto de su Natural Born Killers, aunque sin su delirio psicodélico y con una contención más teatral, casi bergmaniana en algunos planos largos y fijos donde los personajes se enfrentan como en una coreografía cruel. Pero no olvidemos que esto es Troma: tras el minimalismo formal se esconde un regusto por la sordidez, por lo escabroso, por lo impúdico.
Mary Woronov, musa de Warhol y de las noches sin fondo, se convierte en el corazón envenenado del film. Su presencia hipnótica articula el tono: elegante pero sucia, sofisticada pero carnal, autoritaria y rota. Ella es la Madame sin prostíbulo, la directora de casting de almas condenadas, la sacerdotisa de un templo donde solo se rinde culto a la imagen. Ella no interpreta: ella domina.

Azúcar, sangre y reflejos en el agua
Como indica su título, el film ofrece dulzura envenenada, galletas de azúcar que se deshacen en la lengua con un regusto de arsénico. El erotismo aquí no busca excitar, sino inquietar. Es un erotismo de pupila dilatada, de cámara que se recrea en la pasividad del cuerpo femenino como si fuera una obra escultórica a punto de ser demolida.
Gershuny —quien fuera esposo de Woronov y discípulo de la Factory de Warhol— dirige con frialdad casi matemática, creando una atmósfera que recuerda por momentos al cine europeo de la época, pero con una vocación más venenosa, más nihilista. No hay amor, no hay afecto, solo manipulación, deseo y muerte.
La Troma antes de la Troma
Este film antecede al delirio gore y punk que Troma perfeccionaría en los años ochenta. Es una rareza dentro de su catálogo: más elegante, más lenta, más contenida. Pero no por eso menos corrosiva. De hecho, Sugar Cookies es como la hermana burguesa y fría de The Toxic Avenger: ambas desean demoler lo que consideran una mentira —ya sea el cuerpo como símbolo de pureza, o la moralidad como estructura de poder—, pero lo hacen con herramientas distintas.

Stone, por su parte, parece ensayar aquí algunos de sus futuros demonios: la obsesión por la identidad, la fascinación por la representación del crimen como acto artístico, la fragilidad de la máscara humana.
Conclusión: un espejo roto entre los labios
Sugar Cookies no es una película para todos. Es más bien una caja de música que, en lugar de melodía, emite un lamento. Un thriller erótico que no busca el clímax, sino la descomposición. Un film donde el cuerpo no es celebración, sino superficie donde se inscribe la muerte lenta del deseo.
No es extraño que haya quedado relegada a los márgenes, como tantas obras malditas. Pero en esa marginalidad habita su poder: el de lo que se niega a ser clasificado, el de lo que se ofrece como caricia y se revela como mordida.

El azúcar, en Sugar Cookies, no endulza: anestesia. Y cuando despiertas, ya no queda nada. Solo el eco de una cámara que sigue grabando en la penumbra.