Superman golpea, la cámara sangra: la era en que el cine se destruye a sí mismo
Superman golpea, la cámara sangra: la era en que el cine se destruye a sí mismo
Hay un instante en el nuevo tráiler de Superman que, bajo su aparente ligereza, revela una herida profunda en el alma del cine contemporáneo. Una escena, fugaz y grotesca, en la que Superman, héroe de linaje casi mitológico, lanza un puñetazo que desata no solo dientes y muelas en un vuelo desaforado, sino que, en su estallido de CGI torpe y desalmado, estas piezas dentales colisionan directamente contra la cámara, con su sonoro clank, como si el propio celuloide fuese una víctima más del impacto. Lo que debería ser un guiño lúdico se transforma, ante los ojos atentos, en una declaración de principios devastadora: la magia del cine ha dejado de existir.
James Gunn no rompe aquí la cuarta pared en un juego metatextual sofisticado, ni nos invita a cuestionar la realidad de la ficción como antaño lo hizo Godard o lo insinuaron los travellings imposibles de Scorsese. No. Este es otro gesto. Un gesto más crudo, más banal, más preocupante: la cámara ya no es la mirada invisible que nos permite habitar un mundo soñado; ahora es un objeto dentro del relato, tangible, aplastable, golpeable. La cámara ha dejado de ser puente para convertirse en blanco. Lo que era una ventana ahora es un saco de boxeo.
Durante décadas, la gran alquimia del cine consistió en disolver sus costuras. La cámara no estaba allí. Desaparecía. La ficción se desplegaba como una nueva realidad, envolviéndonos durante dos horas en la verdad emocional de lo imposible. Pero la escena que nos ofrece Gunn —con dientes flotando hacia nosotros como píxeles sin alma— se planta como un epitafio de aquella ilusión. El cine ya no pretende ser vivido: pretende ser visto como cine, ser consumido como meme, ser admirado como artificio autoconsciente. El truco se exhibe sin pudor. La tramoya se muestra como un mérito. Gunn no quiere que creamos en Superman; quiere que admiremos que estamos viendo un producto de James Gunn. Y ahí radica el verdadero crimen.

Kal-El, otrora símbolo de esperanza, queda relegado a un vehículo anecdótico. Ya no es el protagonista de su propia odisea. Ahora es James Gunn quien ocupa el centro, quien dicta el ritmo, quien empuña la cámara como un juguete y convierte la mitología en un parque temático personal. La historia no es más que una alfombra roja para sus bromas, sus guiños, sus piruetas digitales. En este universo, Superman es prescindible; lo imprescindible es el ego del autor, que se exhibe en cada guiño superficial como un titiritero que no se esconde detrás del telón, sino que se pavonea en medio del escenario mientras sus marionetas cuelgan flácidas.
No se trata aquí de un debate sobre humor o solemnidad. El problema no es que Gunn busque un tono ligero. El problema es que en esa ligereza se oculta un desprecio por la textura fílmica, por la construcción de un mundo coherente, por la inmersión que permite al espectador habitar la historia como una experiencia viva. La escena de los dientes voladores es síntoma de una enfermedad mayor: el cine ya no quiere que te pierdas en sus mundos, quiere que recuerdes en todo momento que estás viendo contenido. Ya no aspira a la eternidad del mito, sino a la viralidad efímera del clip.
El espectáculo digital ha fagocitado la emoción. La cámara, otrora un espíritu invisible, ahora se convierte en un objeto diegético que puede ser golpeado, salpicado, sacudido. Y el espectador, lejos de ser cómplice de la aventura, se convierte en mero consumidor de un truco que no pretende esconderse. Es una celebración de la trivialidad, un monumento a la autoconsciencia que destruye la propia suspensión de la incredulidad.
James Gunn no dirige un film sobre Superman: dirige un film sobre James Gunn. El superhéroe es excusa, decorado, emoji. La verdadera historia es la historia de su firma, de su guiño constante al espectador, de su reflejo en el espejo de la cultura pop. Kal-El ya no vuela por nosotros, vuela para servir de anécdota a la cámara que espera ansiosa ser golpeada, para convertirse en viral antes de ser comprendido.
Y así, mientras los dientes chocan contra el lente y el CGI se desmorona en su propio descaro, se consuma un nuevo pacto: el cine ya no nos pertenece. Nos mira desde el otro lado del cristal, se burla, nos lanza objetos a la cara y nos dice, entre risas: “Esto no es un sueño. Esto es solo un producto más. Y tú lo vas a consumir igual”.
Tal vez sea cierto. Pero que no nos engañen: cuando la cámara sangra, el cine comienza a desaparecer.