The Hot, the Cool, and the Vicious: violencia coreografiada y delirio pulp en celuloide
Dentro del océano de cine de artes marciales de los años setenta, pocas películas han alcanzado la condición de culto subterráneo con tanta fuerza como The Hot, the Cool, and the Vicious. Dirigida por Lee Tso-Nam, este título se erige como una muestra paradigmática de cómo el kung fu de serie B podía alcanzar momentos de grandeza plástica, no tanto por la perfección técnica de su guion, sino por la mezcla desbordante de violencia, melodrama y estilización coreográfica. No sorprende que Quentin Tarantino, arqueólogo del exceso cinematográfico, la considere una de sus favoritas.
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Un título que ya es un manifiesto
El mismo título, The Hot, the Cool, and the Vicious, parece un guiño oriental a los spaghetti westerns de Leone (The Good, the Bad and the Ugly). Pero donde Leone construía un fresco operístico sobre el mito del Oeste, Lee Tso-Nam edifica una especie de delirio pulp con personajes arquetípicos y estilizados: el héroe recto y disciplinado (el “Cool”), el villano que abraza la corrupción y la violencia (el “Vicious”), y la figura más desenfrenada, ambigua e imprevisible (el “Hot”). La película se organiza alrededor de esta tríada simbólica, en un enfrentamiento donde la moral se diluye y lo importante es el choque físico, la fisicidad de los cuerpos en combate.
Violencia como espectáculo
El film despliega peleas que no buscan realismo sino intensidad. Cada golpe se convierte en un signo expresivo, cada patada es coreografía antes que veracidad. Aquí encontramos el germen de algo que Tarantino leería como fundamental: la violencia como gesto estético. El cine de artes marciales de la época funcionaba como un laboratorio donde la brutalidad se convertía en ballet. La cámara, a veces torpe y a veces sorprendentemente fluida, sabe detenerse en los estallidos de energía física que marcan la identidad de los personajes.

Precariedad y delirio narrativo
El guion, como en tantas producciones del boom del kung fu, es errático y secundario. La historia de venganzas, corrupción y alianzas cambiantes no busca sutileza dramática, sino un pretexto para la acumulación de set pieces de lucha. En este sentido, The Hot, the Cool, and the Vicious representa un cine casi artesanal, donde la precariedad de medios no impide levantar un universo delirante. La trama se sostiene en estereotipos y giros abruptos, pero esa misma inestabilidad narrativa es la que dota al film de un aire febril, cercano a la serie pulp de los cincuenta o al cómic de aventuras.

La mirada de Tarantino
¿Por qué Tarantino la rescata? Porque en ella encuentra una lección doble: por un lado, la celebración de la fisicidad y el exceso como forma de arte; por otro, el reconocimiento de que el cine de explotación podía ser tan influyente como el canon oficial. En la obra de Tarantino, desde Kill Bill hasta Once Upon a Time in Hollywood, late esa reivindicación del cine “menor”, del celuloide desgastado de los videoclubs, donde títulos como este se convertían en oro para los espectadores apasionados.
El legado
Vista hoy, The Hot, the Cool, and the Vicious no puede medirse por los estándares de un cine académico o clásico. Su fuerza está en lo imperfecto: en los cortes abruptos de montaje, en las coreografías que parecen improvisadas, en el humor involuntario y en el exceso sin freno. Es, en definitiva, un ejemplo perfecto de cómo el cine de artes marciales de la periferia industrial creó un imaginario tan poderoso que todavía resuena en la cultura pop contemporánea.
Más que una “gran película” en términos convencionales, se trata de una experiencia sensorial, un viaje a una época en la que el cine de género explotaba sus propios límites. Y en ese viaje, comprendemos por qué un espectador-cinéfilo como Tarantino no solo disfruta de ella, sino que la eleva como pieza fundamental de su educación sentimental frente a la pantalla.