Uber Eats, Uber Taxi, Uber Mierda y el robo del alma de nuestros jóvenes
Uber Eats, Uber Taxi y el espejismo dorado de la globalización
En un país que aún recuerda con nitidez las cicatrices del desempleo juvenil, de la gentrificación urbana y de las pensiones deshilachadas, llega a nuestras pantallas —con luces de neón y rostros célebres— el canto seductor de una promesa importada: Uber. Uber en todas sus formas. Uber en nuestras comidas, en nuestros taxis, en nuestras calles. Uber en nuestras canciones, en las bocas maquilladas de nuestras «estrellas», en los susurros dorados de Georgina, en las sonrisas perfectamente calculadas de Figo. Uber no se vende como lo que es, sino como lo que quisiéramos tener: velocidad, comodidad, pertenencia a una élite luminosa. Pero ¿qué hay detrás de ese telón de neón?
El mecanismo es tan antiguo como la retórica imperial: entra una multinacional amparada por intereses geoestratégicos —sí, también políticos— y envuelve sus tentáculos en lo cotidiano, haciéndose indispensable, invisible e irremplazable. Uber no sólo compite en el mercado: lo redibuja, lo deforma, lo vuelve adicción. Y lo hace, además, con el aura mediática de lo moderno, lo pop, lo millennial-friendly.

Pero ¿qué ocurre cuando el brillo publicitario se apaga? La respuesta es simple y cruda: fuga de capitales, precarización laboral, erosión de la soberanía económica. El dinero que pagamos en cada trayecto o cada hamburguesa no queda en el barrio ni en el país. Viaja en silencio hacia fondos de inversión transnacionales, hacia nombres invisibles, hacia cuentas que no tributan aquí. Y entre esos nombres, no faltan aquellos vinculados al universo ideológico del trumpismo, esa corriente que, paradójicamente, promueve un nacionalismo económico feroz mientras exprime, sin escrúpulos, a las economías satélite como la nuestra.
Uber, en su armazón publicitaria, no vende un servicio: vende una imagen. Y lo hace usando a nuestros ídolos, a nuestros rostros familiares. ¿Dónde queda la responsabilidad ética de esos rostros que, con su carisma, blanquean un sistema que ahonda la brecha social y debilita el tejido productivo nacional?

La respuesta no puede venir solo desde la queja. Requiere una ciudadanía crítica, una legislación valiente y un periodismo sin miedo. Porque mientras nos distraen con slogans de libertad, eficiencia y modernidad, nos atan más y más a un modelo económico que empobrece al débil y enriquece al distante. Y lo más grave: nos hacen creer que fue nuestra elección.
Quizá sea hora de detenernos y preguntar: ¿queremos un país que sea solo un mercado, una aplicación, una nube? ¿O queremos volver a mirar a los ojos al tendero, al taxista, al joven cocinero de barrio? Recuperar lo cercano también es un acto de soberanía. Y de dignidad.