Un mundo que pierde su color: una elegía a la cromaticidad perdida
Un mundo que pierde su color: una elegía a la cromaticidad perdida
Pasee por cualquier estacionamiento promedio y se encontrará rodeado por un océano monocromo: automóviles negros, blancos y grises, una marea de vehículos que parecen haberse fundido en una única sombra desaturada. Encienda Netflix en casa o diríjase al cine y notará lo mismo: una gradación apagada de tonos azulados o grisáceos domina la pantalla, sumergiendo incluso las escenas más vivaces en una estética desvaída. Observe los logotipos de las grandes corporaciones y advertirá una tendencia clara: la paleta visual se encoge, se aplana, se uniformiza.
Todo ello apunta hacia una conclusión inquietante: el color está desapareciendo de nuestro mundo.
Y no se trata de una simple impresión subjetiva. Los estudios en campos tan diversos como la industria automovilística o los bienes de consumo demuestran que nos hallamos en medio de una transformación estética profunda. Lo que alguna vez fue vibrante y vital ahora se torna estéril. Lo que solía llamar nuestra atención, resplandeciendo entre la monotonía, hoy se desvanece en un fondo grisáceo que apenas percibimos.
La gran interrogante es: ¿por qué?
La respuesta no se reduce a la moda o a la disponibilidad de materiales, sino que se enraíza en una concepción mucho más antigua sobre la relación entre el color y la verdad.
El mundo monocromo
Los colores no solo están cambiando. Están desapareciendo.
Según los principales proveedores de pintura automotriz, más del 80% de los coches nuevos presentan tonalidades en escala de grises: blanco, negro, gris y plateado dominan las carreteras, mientras los azules, rojos y verdes se tornan excepcionales.

Este fenómeno trasciende a los automóviles. Un estudio realizado sobre más de 7.000 objetos del Science Museum del Reino Unido reveló que, desde el siglo XIX, los productos de consumo han perdido sistemáticamente su cromatismo. Tonos vivos y saturados han sido reemplazados por gamas neutras como el beige, el topo o el gris.
El diseño gráfico sigue la misma deriva. Plataformas de streaming, marcas de moda y portales de comercio digital adoptan cada vez más logotipos en blanco y negro. La reciente transformación de HBO en “Max” es ejemplar: su tradicional azul fue sustituido por letras blancas sobre fondo negro.
Incluso el cine ha cedido al gris. Aunque la película Napoleón de Ridley Scott fue filmada en sets llenos de color, la posproducción tiñó la imagen de un tono frío y melancólico, casi sepulcral. En contraste, directores como Wes Anderson, que aún apuestan por la policromía, son considerados “excéntricos” o “inusuales”.

A primera vista, estas decisiones podrían atribuirse a la practicidad: materiales industriales neutros, logos fáciles de reproducir, paletas sobrias que no polarizan al consumidor. Pero hay algo más profundo en juego.
La sospecha filosófica hacia el color
Desde los albores del pensamiento occidental, el color ha sido relegado a un plano secundario. En su ensayo Chromophobia, el teórico David Batchelor argumenta que esta desvalorización se remonta al mismísimo nacimiento de la filosofía.
Platón concebía el mundo sensible como un velo de ilusiones. Para él, la verdad se hallaba más allá de los sentidos, y el color —íntimamente ligado a lo sensorial— era un obstáculo que debía superarse.
Aristóteles reafirmaba esta idea. En su Poética, sostenía que el valor del arte reside en su estructura, no en su cromatismo: “Una disposición aleatoria de los colores más bellos jamás proporcionará tanto placer como una imagen definida, aunque sin color”.
Durante la Ilustración, Kant también restó valor al color, considerándolo mera adición decorativa, sin peso en el juicio estético verdadero. Así, mientras el color es volátil y caótico, la forma es estable, racional y pura.
Esta jerarquía se arraigó en la cultura occidental y persiste hasta hoy, moldeando nuestras preferencias estéticas, desde la arquitectura hasta la moda.
Minimalismo, mercados masivos y sinfonías en beige
A comienzos del siglo XX, el modernismo llevó esta desconfianza al extremo. Para Adolf Loos, arquitecto austríaco, el color era un vestigio de barbarie. En su célebre conferencia Ornamento y delito (1910), proclamaba la superioridad de la pureza formal: “Hemos superado el ornamento. Hemos alcanzado la sencillez lisa y sin adornos”.

Su legado se materializa en nuestros entornos cotidianos: oficinas asépticas, bloques de hormigón, torres de vidrio y acero indiferenciables entre sí. El mercado masivo, al buscar gustar a todos, termina resonando con nadie.
Incluso la música sufre esta homogeneización. En la era del streaming, los temas se diseñan para públicos amplios y deslocalizados. Esto conlleva una pérdida de riqueza sensorial: menos contrastes dinámicos, menos modulaciones, menos sorpresas. Una estética sonora tan neutra como una pared beige.
Todo ello responde a una creencia persistente: para ser racional hay que reprimir lo sensorial; cuanto más universal es un mensaje, menos color puede permitirse.
Hacia un futuro vibrante
Hoy solemos asociar el color con lo caótico, lo infantil, lo excesivo. Pero la historia nos brinda ejemplos donde el color y la forma convivían con armonía, intensidad y profundidad.
El arte barroco, por ejemplo, no temía al color: lo exaltaba. Sus templos y lienzos estallan en dorados, bermellones, añiles y esmeraldas, desplegando un orden exuberante que conmueve y eleva al espectador. Le habla al intelecto, sí, pero también a la emoción.
Esta tradición refuta la fobia al color. No busca suprimir la experiencia, sino multiplicarla. Nos recuerda que el color no es sinónimo de desorden, ni excluye la seriedad. Quizá, en realidad, el impulso a despojar el mundo de sus matices revela más sobre nuestras ansiedades culturales que sobre nuestro gusto estético.
Porque cuando atenuamos los colores de nuestro entorno, corremos el riesgo de atenuar también nuestra capacidad de sentir, de percibir y de vivir con intensidad.