Ver o descargar el delirio tropical de Jess Franco: crítica a ‘El tesoro de la diosa blanca’

En los márgenes exuberantes del cine europeo de explotación, donde la selva es cartón piedra y el erotismo es religión, se alza El tesoro de la diosa blanca (1983) como un fetiche húmedo y fascinante del inimitable Jess Franco. Más que una película, es una jungla sensorial de deseos coloniales, cuerpos húmedos y aventuras narcóticas, rodada con la precisión desmañada pero hipnótica de un cineasta que filmaba como si respirara: sin filtro, sin pausa, sin pedir permiso.

Esta coproducción hispano-alemana es uno de los múltiples delirios selváticos que Franco rodó durante su etapa más fértil en la serie Z, y se enmarca en una tradición de cine de aventuras erótico-exóticas que ya no existe, pero cuya sombra aún resplandece en las estanterías de VHS empolvadas. La historia, apenas un hilo: una expedición penetra en la jungla para encontrar el mítico tesoro de una diosa ancestral, protegida por tribus misteriosas y leyendas sensuales. Lo que en otro director habría sido un simple pastiche de Indiana Jones o de los seriales pulp, en Franco se convierte en una experiencia febril, onírica, casi táctil.

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Una selva interior

Rodada en parajes naturales de Canarias —que aquí se disfrazan de África o del Amazonas con descaro encantador—, El tesoro de la diosa blanca es cine de atmósfera, más que de narrativa. Jess Franco no busca contar, sino sugestionar. Su cámara flota, espía, acecha… o simplemente se detiene a observar cómo una sacerdotisa semidesnuda baila en trance al ritmo de tambores sintetizados. La acción avanza en espasmos, los diálogos se pierden en la espesura, y los personajes se desnudan antes de que el guion lo justifique. Pero eso es precisamente parte del embrujo.

Franco siempre filmó el cuerpo femenino como si fuera un paisaje sagrado, y aquí lo hace con la devoción de un adorador extático. La protagonista, interpretada por la icónica Lina Romay —musa, amante y cómplice del director—, se convierte en una sacerdotisa del placer visual. Su desnudez no es gratuita: es el centro de un ritual de cine y deseo, un tótem viviente que confunde lo erótico con lo espiritual.

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El montaje como trance

El ritmo es errático, sí. A ratos se enrosca sobre sí mismo, como una serpiente de celuloide fumada. Pero esa falta de ortodoxia narrativa no es un defecto: es el sello franco. Planos reiterados, zooms excesivos, música envolvente y ambientes enrarecidos construyen una especie de trance audiovisual, como si la película estuviera soñada en lugar de rodada. Es una lógica psicosexual donde el suspense es secundario frente al sudor, los roces y la mirada libidinosa.

La banda sonora, una mezcla de percusiones tribales y sintetizadores de bar de carretera, acompaña esta liturgia de placer salvaje con ecos de psicodelia decrépita. A veces uno tiene la sensación de estar dentro de un videoclip ochentero rodado con fiebre y fiebre amarilla.

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Arqueología del deseo

El tesoro de la diosa blanca no es cine de aventuras al uso. Es cine de deseo. Deseo por lo exótico, por lo prohibido, por lo primitivo como fantasía erótica occidental. Su exotismo, por supuesto, es artificial, casi kitsch, y visto hoy con mirada crítica puede leerse como un residuo de fantasías coloniales pasadas por el filtro del erotismo europeo de explotación. Pero ahí reside también su poder subversivo: la película no pretende ser realista, sino ceremonial. Franco nunca tuvo interés en retratar culturas, sino en encarnar obsesiones.

Y en ese sentido, esta obra menor pero sugerente, se inscribe con claridad en la cartografía febril del autor. Si Herzog viajó a la selva para filmar el alma humana devorada por la ambición (Aguirre, Fitzcarraldo), Franco lo hace para filmar el cuerpo invadido por la lujuria. Donde uno encontró barro y ópera, el otro encontró aceite y jadeos.

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Conclusión: erotismo entre lianas

El tesoro de la diosa blanca es un delirio tropical, una expedición libidinosa a los rincones más kitsch del inconsciente fílmico europeo. No hay que buscar aquí precisión técnica ni tensión dramática, sino atmósfera, carne, y la extraña belleza de lo que no debería funcionar pero hipnotiza. Es cine pobre en recursos pero rico en estímulos, imperfecto hasta el delirio pero profundamente personal. Y como casi todo en Jess Franco, no se ve: se experimenta. Se huele, se toca, se siente.

Una película que invita a perderse. A dejarse devorar por las plantas carnívoras del deseo. A adorar, aunque sea por una noche de agosto, a la diosa blanca.

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