24 fotogramas por segundo: el pacto invisible que dio forma al cine
Hay normas que no se imponen por decreto, sino por necesidad. Los 24 fotogramas por segundo —esa cadencia que hoy asociamos de manera casi instintiva con la idea misma de “cine”— no nacieron como una verdad estética, sino como un acuerdo industrial que, con el tiempo, adquirió la dignidad de una convención artística. Entender cómo, cuándo, por qué y quién fijó este estándar es asomarse al momento exacto en el que el cine dejó de ser experimento para convertirse en lenguaje.
Antes del acuerdo: el cine como territorio inestable
Durante el cine mudo no existía una velocidad única. Las cámaras se accionaban a manivela y la cadencia variaba según el operador, el estado del mecanismo o incluso el ánimo del día. Se filmaba, de forma aproximada, entre 16 y 22 fotogramas por segundo. Las proyecciones tampoco eran homogéneas: una misma película podía verse más lenta en una sala y más nerviosa en otra. El cine era aún un arte blando, maleable, sin metrónomo.

Esa inestabilidad no era un problema grave mientras la imagen fuera muda. El ojo humano tolera variaciones de velocidad con cierta generosidad, y la ilusión de movimiento seguía funcionando. Pero todo cambió cuando el cine decidió hablar.
El sonido exige disciplina
La llegada del cine sonoro, a finales de los años veinte, transformó un capricho técnico en una urgencia absoluta. El sonido óptico —registrado físicamente en la misma tira de celuloide— necesitaba una velocidad constante para que la reproducción fuera estable. Si la película corría más rápido o más lento, las voces se deformaban, la música se volvía grotesca y el milagro se rompía.
Había que fijar una velocidad estándar. Ni demasiado lenta —lo que produciría parpadeo, inestabilidad y mala calidad sonora— ni demasiado rápida —lo que dispararía los costes de película virgen y desgaste mecánico—. El cine, como tantas veces, tuvo que elegir entre la poesía y la contabilidad.

Por qué 24 y no otra cifra
Los estudios técnicos demostraron que 24 fotogramas por segundo ofrecían el mejor equilibrio posible. A esa velocidad, el movimiento resultaba fluido, el parpadeo desaparecía de forma efectiva con obturadores de doble o triple hoja, y el sonido se reproducía con fidelidad aceptable. Todo ello sin multiplicar de manera desproporcionada el consumo de película.
No fue una cifra mística ni una revelación estética. Fue una solución pragmática. Pero, como ocurre a menudo, lo práctico acabó moldeando lo artístico. A 24 fps, el movimiento adquiría una ligera vibración, una imperfección sutil que el ojo terminó asociando con lo “cinematográfico”. Ni tan real como la vida, ni tan artificial como el truco: un término medio fértil.
Quién lo decidió: la industria como legisladora
No hubo un único autor ni un momento fundacional solemne. La estandarización fue el resultado de acuerdos entre los grandes estudios de Hollywood, fabricantes de cámaras y proyectores —como Bell & Howell o Mitchell— y compañías de sonido como Western Electric y RCA. A finales de los años veinte, con la expansión del Vitaphone y el Movietone, los 24 fotogramas por segundo se consolidaron como norma de facto.

Hollywood, en su edad de hierro industrial, entendió algo crucial: sin estándares no hay mercado global. Y el cine, para sobrevivir, necesitaba ser reproducible, exportable y fiable. Los 24 fps fueron el idioma común que permitió que una película sonara igual en Nueva York, París o Buenos Aires.
De convención técnica a identidad estética
Con el paso de las décadas, aquello que nació como solución se convirtió en estilo. El cine narrativo clásico se construyó sobre esa cadencia. Los movimientos de cámara, el montaje, la interpretación actoral, incluso la duración de los planos, se adaptaron a ese pulso invisible. El espectador aprendió a leer el mundo a 24 fotogramas por segundo.
Por eso, cuando la televisión adoptó otras velocidades —25 fps en Europa, 30 en Estados Unidos—, la diferencia era perceptible. La imagen televisiva parecía más inmediata, más cruda, menos “soñada”. El cine, en cambio, conservaba una pátina de irrealidad elegante. No mostraba la vida tal cual es, sino como puede ser recordada.
El desafío contemporáneo

Hoy, con la llegada de las altas frecuencias de imagen, el estándar de los 24 fps vuelve a ser cuestionado. Autores como Peter Jackson o James Cameron han explorado velocidades mayores en busca de mayor realismo. Y, sin embargo, la resistencia del público revela una verdad profunda: los 24 fotogramas no son solo una convención técnica, son una memoria compartida.
El cine no avanza solo añadiendo precisión, sino preservando imperfecciones significativas. A 24 fps, el mundo no es exacto, pero es verosímil. Vibra ligeramente. Tiembla como tiembla el recuerdo.
El pacto que aún perdura
Los 24 fotogramas por segundo son, en última instancia, un pacto silencioso entre la máquina y el espectador. Un acuerdo antiguo que nos dice: esto no es la realidad, pero puede parecerlo lo suficiente como para emocionarte. Mientras ese pacto siga funcionando, el cine seguirá teniendo algo que ninguna otra imagen puede reclamar como propio: su tiempo.




