En el vasto y fértil terreno del cine de culto, Lady Frankenstein (1971) se erige como una obra que, lejos de ser un simple derivado del clásico mito de Frankenstein, propone una subversión profunda de los tropos góticos y una reinterpretación inquietante de las dinámicas de poder, género y creación. Dirigida por Mel Welles y con la inolvidable interpretación de Rosalba Neri en el rol principal, esta película desafía las expectativas del cine de terror convencional para ofrecernos una narrativa cargada de connotaciones psicoanalíticas y filosóficas, que nos invita a reflexionar sobre la transgresión y la ambición humana.
Desde sus primeras secuencias, Lady Frankenstein se distancia de la figura del icónico doctor Victor Frankenstein para centrarse en su hija, Tania, una mujer que hereda no solo el genio de su padre, sino también su obsesión por vencer a la muerte y dominar las fuerzas de la creación. Lo que Welles nos presenta aquí no es simplemente una historia de monstruos, sino una exploración del deseo de control que subyace tanto en el impulso científico como en las relaciones humanas. En lugar de ser una mera espectadora o víctima, Tania Frankenstein se convierte en una figura activa, que manipula tanto la ciencia como a los hombres a su alrededor para satisfacer sus ambiciones, desafiando así las convenciones de género que, hasta ese momento, dominaban el cine de terror.
El personaje de Tania, interpretado con una intensidad glacial por Neri, es el corazón palpitante de la película. A diferencia de su padre, cuya tragedia radica en la falta de control sobre su creación, Tania abraza la transgresión con una frialdad calculadora. La película se convierte, entonces, en una reflexión sobre el poder femenino, donde Tania es la artífice de su destino, dispuesta a cruzar cualquier límite moral para lograr sus objetivos. En ella se concentran dos fuerzas aparentemente contradictorias: la pulsión de vida y la pulsión de muerte. Su deseo de crear vida es inseparable de su voluntad de destrucción, pues el nuevo «monstruo» que ella concibe —un híbrido entre el cerebro de su amante y el cuerpo de un sirviente— es, en última instancia, una extensión de su propio poder, un símbolo del control absoluto que busca ejercer sobre su mundo.
A nivel estético, Lady Frankenstein destila el estilo característico del cine europeo de explotación de los años 70, con una atmósfera gótica que satura cada escena de decadencia y sensualidad. Sin embargo, bajo esta superficie lujuriosa y sangrienta se esconde una meditación sobre el legado de Mary Shelley. Si en la novela original de Shelley el monstruo es una figura trágica y aislada que busca su lugar en el mundo, en Lady Frankenstein las criaturas y los creadores son mucho más ambiguos en su moralidad. La monstruosidad no reside únicamente en la figura deformada del ser creado, sino en la falta de empatía, en la instrumentalización de la vida por parte de quienes pretenden desafiar las leyes naturales.
La película, con su mezcla de horror, erotismo y ambición intelectual, nos deja con una sensación de inquietud perdurable. ¿Quién es realmente el monstruo en esta historia? Lady Frankenstein nos invita a cuestionar las estructuras de poder y los impulsos que motivan la creación, en un mundo donde las barreras entre lo humano y lo monstruoso son, a menudo, indistinguibles. Welles, con su dirección audaz y provocadora, logra transformar lo que podría haber sido una mera película de explotación en una obra de reflexión filosófica sobre los peligros del poder sin límites, el narcisismo de la creación y la ambición desmedida.
En última instancia, Lady Frankenstein no es solo una película de culto por sus elementos de horror y su audaz representación de la sexualidad femenina, sino porque consigue, de manera sutil, plantear preguntas que resuenan profundamente en nuestro inconsciente colectivo: ¿qué precio estamos dispuestos a pagar por desafiar los límites de lo posible? ¿Y, en ese proceso, qué parte de nuestra humanidad estamos dispuestos a sacrificar?