El ángel a través del espejo… Relato erótico con aire de leyenda

El ángel a través del espejo
Relato erótico con aire de leyenda

Decían los ancianos del valle, con sus voces gastadas por el viento y el vino, que en lo más hondo del deshielo, cuando la primavera se despereza sobre los glaciares y el canto de los cencerros comienza a florecer en los senderos, se podía ver a la joven suiza —la del espejo— danzar desnuda frente a la ventana.

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No tenía nombre. O si lo tuvo, la bruma del tiempo lo había sepultado bajo capas de susurros. La llamaban simplemente el ángel, porque nadie que la hubiera visto regresaba sin un temblor en la mirada y cierta reverencia muda en los labios. Habitaba un caserón de madera antigua, suspendido en una cornisa de roca y hielo, donde el sol llegaba tarde y el espejo, un relicario veneciano de marco dorado, presidía la estancia principal como un oráculo inmutable.

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Se decía que ese espejo no reflejaba la figura exterior, sino el deseo de quien lo miraba. Era una suerte de membrana entre mundos: lo visible y lo latente, lo que se toca y lo que arde en el hueco de los ojos cerrados. Y era allí donde el ángel se desnudaba cada mañana, envuelta en la luz diáfana del amanecer.

Cada año, al comienzo de abril, los muchachos del pueblo —los de sangre agitada y sueños aún no domados— emprendían el ascenso. No hablaban entre ellos del motivo. Fingían buscar setas, vigilar al ganado, o simplemente entrenar el cuerpo. Pero todos sabían, con esa intuición cómplice que une a los hombres cuando el deseo los gobierna, que la verdadera razón era otra: verla. Quizá. Una vez. En su desnudez legendaria. A través del cristal bruñido que la contenía como una visión imposible.

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Uno de ellos, Léonard, hijo de un quesero y nieto de un pastor ya ciego, llegó más lejos que ninguno. Se ocultó bajo un alerce, cubierto con musgo y silencio. Y vio. No sabe si soñó, si fue víctima de algún delirio alpino. Pero el ángel apareció. Abrió la ventana de su cabaña y desnudó sus pechos con la calma de un ritual. Su piel tenía el color de la leche tibia; su pubis, la sombra dulce de los prados en crepúsculo. Y cuando ella se volvió hacia el espejo, Léonard sintió que el mundo se rompía en dos: uno, donde él permanecía oculto, y otro donde ella, reflejada, no era cuerpo, sino carne deseada, epifanía encarnada.

Ella comenzó a acariciarse con una lentitud que no era del tiempo, sino del rito. No buscaba placer inmediato, sino un lenguaje. Un modo de convocar algo. El espejo vibró. Léonard sintió que también él estaba siendo desnudado, que algo dentro de su vientre se dilataba como la tierra que abre paso a las flores.

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No supo cuánto duró aquello. Un suspiro o una eternidad. Pero al volver al pueblo, no dijo palabra. Solo los ojos —húmedos, reverentes— contaron su historia.

Desde entonces, algunos afirman que el ángel es una aparición; otros, que es una joven real, nacida del deseo de todos los hombres del valle. Hay quien asegura haberla visto descender al lago, desnuda, dejando una estela de vapor y almizcle. Pero nadie ha vuelto a mirarla como Léonard lo hizo: no con los ojos, sino con el alma incendiada.

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Y el espejo, dicen, sigue allí. Esperando a quien tenga el valor de desear sin pudor. Porque solo el que desea con pureza —con la furia contenida de la primavera— puede ver al ángel. No en su cuerpo, sino en su verdad.

Y esa verdad, como toda visión erótica, no pertenece al mundo. Es un umbral. Es un temblor. Es un reflejo que te devora.

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