Mujeres junto a la piscina: quietud luminosa entre agua y concreto

Mujeres junto a la piscina: quietud luminosa entre agua y concreto

Dos cuerpos se reparten la geometría del sol.
Una de las mujeres se alza, suspendida en el trampolín níveo como epígrafe del verano; la otra descansa boca arriba, dejando que las piernas viajen bajo el cristal líquido. Ambas recorren direcciones opuestas, como si la piel escribiese versos en espejos contrarios, y sin embargo convergieran en un mismo latido.

La escena parece austera, casi zen: apenas un fragmento de piscina, el pavimento que la abraza y la cintura de un cielo que intuimos fuera de cuadro. Mas en esa sencillez palpitan secretos. Las sombras, afiladas, cincelan triángulos azules sobre el agua; tres hojas doradas flotan como haikus dispersos; una grieta hospeda la terquedad de una diminuta planta que no se resigna a la lógica del cemento.

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Collares y pendientes refractan destellos mínimos, recordándonos que la belleza, cuando goza de brisa, necesita poco para declararse. La diagonal que surge desde el vértice acuático —ese pliegue entre muros sumergidos— introduce una fuga de profundidad; al pie del estanque se recorta la silueta del trampolín, sombra que susurra promesas de salto o vértigo, divertimento o riesgo.

La paleta, dominada por terrosos, realza el azul que danza bajo la superficie, mientras los ladrillos y el tablón dividen la imagen en casi cuadrantes desiguales: juego de proporciones que impide al ojo dormirse. El hormigón, con sus arrugas, les recuerda a las diosas solares que toda eternidad lleva grietas cosidas en el reverso. Y la planta diminuta —esa ingenua agitadora de cemento— planta también una idea de esperanza: allí donde los cuerpos reposan, la vida insiste en brotar.

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Capturada con un respaldo digital de formato medio y orquestada con mimo en el laboratorio de píxeles, la fotografía se erige en testimonio de un momento estático que respira historias latentes. Nada se mueve… salvo el pensamiento de quienes, al mirar, inventarán un futuro: tal vez un chapuzón que rompa la calma, tal vez el silencio perpetuo del sol a las cuatro de la tarde, o quizá el instante en que la risa salpique el agua y el trampolín se vuelva catapulta de nuevos deseos.

Porque, al fin y al cabo, toda piscinada artística es una postal del porvenir: el agua recuerda que mañana seguirá brillando, el concreto que nada es tan perfecto, y la piel, iluminada, que la belleza siempre está a punto de zambullirse en la próxima página.

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