Ingmar Bergman conoció al ‘Tiburón’ de Spielberg: la inesperada conexión entre dos genios
Cuando Bergman tocó al tiburón de Spielberg
Cincinnati reposa, discreta, en las orillas del río Ohio, a los pies del estado que le presta su nombre. A casi 6.500 kilómetros, anclada en el espolón septentrional de Suecia, yace Upsala, la ciudad que vio nacer a uno de los más inquietantes arquitectos del alma humana. Hoy, ese abismo se salvaría en unas doce horas de vuelo. Pero hubo un día, una tarde suspendida en 1975, en que Cincinnati y Upsala se fundieron en un mismo lugar del tiempo. Ese instante improbable quedó inmortalizado en una fotografía: Ingmar Bergman, el hijo más insigne de la ciudad sueca, contemplando con curiosidad casi infantil los ojos de vidrio de Bruce, el tiburón mecánico de tiburón, la fiera domada por un joven de Cincinnati llamado Steven Spielberg.
No hay pruebas de que Bergman y Spielberg llegaran a cruzarse palabra. La imagen, cazada por el fotógrafo John Bryson —el mismo que inmortalizó a Hemingway pateando una lata de cerveza— fue tomada pocas semanas después del estreno de tiburón. Por entonces, Spielberg, con apenas veintiséis años, ya había desatado un fenómeno de taquilla de dimensiones oceánicas. Algunos críticos, siempre lentos ante los vientos nuevos, comenzaban a atisbar que aquel muchacho de mirada despierta poseía un talento que desbordaba las fauces de su criatura mecánica. Pero, ¿qué hacía Bergman frente al tiburón de Spielberg?
Una partida de ajedrez con las olas
Bergman siguió filmando hasta el 2003, cuando nos regaló Saraband, su última pieza, delicada y crepuscular. Un año después, Spielberg estrenaba la terminal, esa fábula humanista sobre la espera y el desarraigo. Pocos vasos comunicantes los unen, salvo ese raro y lúcido vértigo de quienes saben que sus nombres flotarán en la eternidad. Mientras Bergman hurgaba en las miserias del alma con un bisturí de hielo, Spielberg buscaba —y hallaba— el calor del aplauso universal, aunque no sin desear secretamente el prestigio que se le resistía. Bergman, en cambio, recolectaba respeto y cosechaba indiferencia popular. Caminaban por sendas divergentes, cada uno con su carga, cada uno con su oleaje.
El sueco jamás fue dado a camaraderías. Era célebre su afilada lengua contra sus contemporáneos: despreciaba a Godard (“hace cine para críticos y es soberanamente aburrido”), desdeñaba a Antonioni (“tiene dos obras maestras, el resto es prescindible”), ninguneaba a Welles (“vacío, sin interés alguno”) y apenas concedía tibios elogios a Hitchcock (“tiene sus momentos, pero es muy infantil”). Por eso, cuando un periodista, un año antes de su muerte, le preguntó qué opinaba de Spielberg, muchos afilaron la pluma esperando otro verdugazo.
La respuesta dejó al mundo en suspenso: Bergman confesó que Spielberg era uno de sus cineastas contemporáneos preferidos. Lo mencionó, incluso, antes que a Coppola o Scorsese, esos tótems que tanto veneran los amantes caricaturescos de Bergman. Años después, Spielberg, generoso y sincero, admitiría que el amor que destilaban las películas de Bergman casi le hacía sentirse culpable: “Me gustaría ser tan buen director como él, aunque sé que nunca lo seré”.
La fotografía sin orilla
Y así regresamos a esa imagen, casi absurda y deliciosamente poética: Bergman, de americana blanca, con una valla anodina a sus espaldas, presiona con la yema de un dedo las fauces inofensivas de Bruce, la bestia domesticada que había puesto patas arriba la industria del cine. No sabemos cómo llegó allí. No sabemos qué pensó al enfrentarse a aquel monstruo de látex y engranajes. Quizá no importe. Quizá esa falta de contexto sea, en sí misma, la clave.
Porque Bergman sabía que el cine, como el tiburón, nunca permanece inmóvil. Que las aguas siempre se agitan, y que cada ola nueva devora a la anterior. Bruce, el tiburón, ya estaba rompiendo las olas en dirección desconocida. Bergman, sin miedo, se adentraba mar adentro, hacia ese horizonte donde ya no se vuelve a pisar la orilla.