Transfusión inversa: cómo la compra de Activision por parte de Microsoft ha restado en vez de sumar al mundo del videojuego

En el ecosistema salvaje del videojuego moderno, las adquisiciones entre grandes y pequeños estudios suelen narrarse con el tono de una fábula industrial: el gigante tecnológico, sabio y generoso, rescata al estudio menor —agotado, en bancarrota creativa o financiera— y le inyecta nueva vida, oxígeno, presupuesto y libertad. Como si Microsoft, cual cirujano celestial, aplicara una transfusión de sangre fresca a un cuerpo moribundo para hacerlo danzar de nuevo.

Ha sucedido. Con Obsidian, por ejemplo, donde el abrigo financiero de Xbox permitió que títulos como Pentiment o Avowed vieran la luz. También con Double Fine, que pudo parir por fin Psychonauts 2, o con Ninja Theory, cuyo Senua’s Saga: Hellblade II habría sido imposible sin el pulso vital de un gran inversor.

En esos casos, la narrativa es clara: Microsoft no absorbe, nutre. No sustituye, impulsa. No entierra, resucita.

Pero entonces llegó Activision.

Y ocurrió lo impensable: la transfusión fue a la inversa.


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La paradoja Activision: cuando el muerto entierra al vivo

Microsoft compró Activision Blizzard por cerca de 69.000 millones de dólares, una operación que, sobre el papel, prometía un horizonte fértil: la posibilidad de recuperar franquicias olvidadas como Starcraft, Skylanders, Pitfall, Crash Bandicoot, Prototype, Spyro, e incluso partes del alma perdida de Blizzard. Los fans soñaron con un nuevo renacimiento, un museo viviente de joyas dormidas, actualizadas y liberadas del yugo de los calendarios anuales.

Pero lo que ocurrió fue otra cosa: Activision, con su maquinaria pesada, su lógica de explotación anual y su cultura empresarial centrada en el milking de franquicias como Call of Duty, no fue salvada por Microsoft… la contaminó. La esperanza era ver cómo el músculo económico de Xbox daba alas a un gigante cansado. Pero en vez de eso, se ha tragado su apetito creativo. Como si Microsoft hubiera abrazado al moribundo y este, en su último aliento, le hubiera inyectado veneno.

El resultado: ni Activision ha renacido, ni Microsoft ha seguido creando.


La sangre estancada: qué no se está haciendo

Desde la adquisición, la lista de ausencias crece como un cementerio de promesas no cumplidas:

  • Skylanders, fenómeno millonario en su día, yace olvidado pese al revival de figuras físicas en el mercado.
  • Crash Bandicoot, tras un breve renacer con Crash 4, ha vuelto a la sombra.
  • Spyro no ha tenido nueva entrega pese al éxito de su trilogía remasterizada.
  • Starcraft, uno de los pilares fundacionales del RTS moderno, permanece en coma.
  • Pitfall, que podría haber sido rediseñado como el Uncharted retro que nunca tuvimos, ni se menciona.

Y lo más preocupante: ni siquiera las IP propias de Xbox parecen moverse con soltura. Fable sigue sin fecha concreta. Perfect Dark está atrapado en un desarrollo fantasmal. State of Decay 3 y otros títulos anunciados vagan en el limbo de los «coming soon». Como si el monstruo que debía ser salvado hubiera, en cambio, comenzado a consumir al rescatador desde dentro.


Una cuestión de ADN: cultura de desarrollo vs. cultura de explotación

La clave está en la identidad. Cuando Microsoft adquiere estudios creativos, suele preservar su esencia. Les permite experimentar, fallar, probar. Pero Activision no es un estudio. Es una cultura empresarial: la del franquiciado perpetuo, la del equipo girando cada año en torno a un nuevo Call of Duty, la de los estudios canibalizados para servir a la maquinaria anual. Y esa cultura no ha sido desactivada. Al contrario: ha infectado el sistema.

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Por primera vez, la compra de un gigante no ha sumado juegos al ecosistema, sino que ha restado. No por censura, ni por desinterés, sino por saturación de una lógica que asfixia el riesgo y encadena la innovación al calendario.


Conclusión: la fusión que no fue fusión, sino absorción

Lo que debía ser un nuevo renacimiento se ha convertido en una parálisis de alto presupuesto. Microsoft no resucitó a Activision; la dejó gobernar el ritmo con sus reglas antiguas. Y en lugar de dar paso a una era dorada de franquicias recuperadas y sagas renovadas, hemos asistido al silencioso funeral de lo que pudo ser.

Porque no se trata de dinero. Se trata de visión.
Y cuando una transfusión se hace con sangre vieja, estancada y adicta al rendimiento inmediato, lo que se obtiene no es vida, sino destrucción.

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