¿En qué momento nos rendimos? una reflexión sobre ‘la casa de papel’ y el hundimiento cultural del siglo XXI

Hubo un tiempo en que las ficciones televisivas aspiraban a elevar el alma, a seducir el intelecto, a expandir la mirada. De Bergman a Fellini, de ‘La cabina’ de Mercero a los retratos poéticos de Kieslowski, la pantalla era un espejo emocional y filosófico. Pero en algún punto entre los años 70 y la década de 2010, ese espejo se resquebrajó, y de sus fragmentos nació un nuevo tipo de relato: ruidoso, impostado, pueril. Así llegamos a La casa de papel, esa mascarada global que convirtió el mono rojo y la máscara de Dalí en el uniforme oficial de una rebeldía sin ideas.

No se trata de negar su éxito, ni de despreciar su capacidad de entretenimiento. Se trata de preguntarse: ¿cómo hemos llegado a este punto? ¿Cómo una ficción que banaliza la revolución, que romantiza la testosterona del atraco con frasecitas de Instagram y estructuras de videoclip, ha llegado a convertirse en referente cultural planetario?

Desde la entrada en escena de las plataformas, y con Netflix a la cabeza, la serialidad se transformó en mercancía rápida. El algoritmo pide carne fresca, giros fáciles, personajes que no existan más allá del plano frontal. En ese caldo de cultivo, La casa de papel fue el Big Mac perfecto: rápido, reconocible, sabroso a los cinco segundos. Nada de matices, nada de ambigüedades morales. Solo adrenalina empaquetada en frases de autoayuda y coreografías de atraco coreanas disfrazadas de crítica al sistema.

Y lo más alarmante: funcionó. No solo en España. En más de 190 países. Lo que antes era producto nacional de sobremesa, ahora es símbolo de “resistencia” en zonas de conflicto, disfraz de Halloween en universidades europeas, referencia visual para nuevas series que replican su estética sin alma.

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¿Qué dice esto de nosotros? Que hemos confundido lo superficial con lo radical, la repetición con la identidad, la afectación con el arte. Que el espectador de 2025 ya no busca la experiencia, sino el impacto. Un impacto que no deja huella. El legado de La casa de papel no es solo su éxito; es la puerta que abrió para otras ficciones huecas como Élite o Clanes, donde el envoltorio importa más que el contenido, y la rebeldía se vende como merchandising.

Así, en esta era de monocultivo narrativo, donde todo se grita y nada se dice, urge detenerse un segundo y recordar que el audiovisual, cuando es arte, puede ser un espacio de revelación. Y que incluso entre algoritmos y tendencias, aún hay lugar para la dignidad estética, para la belleza incómoda, para la inteligencia emocional. Pero para ello, primero hay que aceptar una verdad incómoda:

Hemos caído bajo. Y no es el sistema. Somos nosotros.

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