Imágenes de como podía ser Ghiza cuando resplandecía como un astro

Imagina el altiplano de Ghiza hacia el siglo XXVI antes de nuestra era: el aire temprano sobre el Nilo todavía huele a humedales y resina; una avenida ritual asciende desde un puerto-laguna hasta un conjunto funerario que, recién concluido, hiere los ojos con su blancura. Las tres montañas geométricas —Jufu (Keops), Jafra (Kefrén) y Menkaura (Micerinos)— no son la piedra cansada que hoy contemplamos, sino faros solares, encamisados por caliza de Tura, cortada para brillar como escamas de pez bajo el mediodía. De ese brillo tenemos certeza: quedan sillares de revestimiento y hasta un bloque ejemplar en museo, testimonio de una piel lisa, reflejante, concebida para devolver al Sol su propio fulgor.

A los pies del altiplano, el pulso logístico del reino: un embarcadero y canales temporales alimentados por la crecida depositan barcazas con cargamentos de caliza. Lo sabemos por un hallazgo casi novelesco: el Diario de Merer, papiri de obra de un capataz que narra, día a día, el acarreo por agua desde Tura hasta Ghiza, cuando el revestimiento de la gran pirámide aún se estaba colocando. Esa prosa contable —fechas, viajes, bloques, cuadrillas— ancla la poesía de la piedra en la verdad del barro y la cuerda. Estudios recientes vinculan además esas rutas fluviales con un puerto junto al complejo, un zócalo acuático donde la ingeniería alteró la llanura de inundación para servir a los dioses y a la obra.

La Gran Esfinge, recién liberada del lecho rocoso, no es todavía la estatua monocroma que heredamos, sino un animal de color: rostro encendido con óxidos rojos, cejas y detalles en amarillos y azules, acaso una diadema pintada que vibraba como esmalte al amanecer. Pigmentos persistentes —esas migas de pan que el tiempo no pudo comerse— permiten hoy reconstruir su cromía atrevida, “de cómic” según han descrito algunos investigadores. A sus flancos, el Templo del Valle de Jafra y el Templo de la Esfinge exhiben columnas y paramentos forrados en granito rosado de Asuán, montados sobre núcleos ciclópeos extraídos del mismo foso de la Esfinge: arquitectura de músculo y pulido, liturgia de peso y reflejo.

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Desde el río, las calzadas procesionales ascienden como cintas tensas hacia los templos funerarios adosados a cada pirámide. Bajo la de Jufu se abren los pozos de barca, discretos sarcófagos de barcos solares que, una vez desarmados, aguardaban el viaje mitológico del rey; en época moderna uno de ellos ha sido reconstruido con asombro de carpintero. No eran atrezzo: la geografía simbólica del conjunto exigía también una flota para navegar la eternidad.

¿Y las cimas? Las puntas de las pirámides, hoy truncas o desnudas, culminaban en piramidiones —pequeñas pirámides de remate—. Varios egiptólogos sostienen que pudieron estar recubiertos de electro (aleación de oro y plata) u otro metal precioso, para prender la primera luz del día como una cerilla divina. La idea es plausible y coherente con otros ejemplos, pero conviene una prudencia filológica: la prueba directa para Ghiza se discute y no es concluyente. Así que imaginemos un destello, sí, pero con la honestidad de quien sabe que la historia a veces arroja sombras sobre su propia iluminación.

En torno a las tres colosales “máquinas del más allá”, la ciudad de los vivos que atiende a los muertos: talleres, panaderías, patios con hornos, calles de barro estampadas por sandalias; el asentamiento de Heit el-Ghurab, la llamada “ciudad perdida” de los constructores, bullía a unos cientos de metros, coordinada por muros monumentales como la Muralla del Cuervo. Cuando la fiebre de levantar montañas cesó, esos núcleos se replegaron y mudaron su función: de cuartel de obra a servicio de culto funerario. Ghiza fue, por un tramo de siglos, tanto piedra como pan, tanto contabilidad como teología.

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Un paseo por el recinto en su hora primera

  • El arribo. Barcas de vientre ancho atracan en el puerto interior; cuadrillas descargan bloques encalados que chispean bajo el sol. Un escriba traza signos: fecha, tripulación, tonelaje. No hay épica sin adminículo.
  • La ascensión. La calzada, pavimentada y flanqueada por muros, conduce al Templo del Valle de Jafra, un vestíbulo de purificación donde las estatuas del rey miran con quietud anfibia: la vida ya huele a resina y natrón.
  • El giro de la cabeza. La Esfinge, recién pintada, todavía con nariz y barba ceremonial (quizá añadida después), vigila la llanura. Sus colores no son capricho: son gramática sagrada.
  • El fulgor. Los paños de caliza de Tura abrazan las caras de las pirámides; la arista es un rayo petrificado. Arriba, el piramidión —dorado o no, discutámoslo— prende la hora del dios como una uña de luz.
  • El silencio de los barcos enterrados. Bajo plataformas selladas, maderas aromáticas —cedro, sicomoro— duermen desmontadas; una barca es un verbo en infinitivo: navegar.
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Precisión frente al mito (lo que sabemos, lo que inferimos)

  • Blancura de las pirámides: demostrada por restos de revestimiento de caliza de Tura y estudios petrográficos. No es metáfora, es mineral.
  • Transporte por agua y puerto: atestiguado por los papiri de Merer y la hipótesis —hoy ampliamente aceptada— de un embarcadero en Ghiza durante obra.
  • Color en la Esfinge: trazas de pigmento rojo, amarillo y azul documentadas; su policromía original es un hecho, por más que la paleta exacta sea tema de estudio.
  • Granito en templos: columnas y recubrimientos de Asuán presentes en el Templo del Valle y el de la Esfinge; el núcleo de este último se talló del propio foso.
  • Piramidiones metalizados: práctica egipcia conocida; para las cimas de Ghiza la propuesta de recubrimiento en electro es plausible pero no confirmada con evidencia directa.
  • Obeliscos: no hay constancia de obeliscos erigidos en el recinto de Ghiza durante la IV dinastía; esa iconografía pertenece sobre todo a otros contextos y épocas (como Heliópolis y el Imperio Nuevo). (Sí, hollywood mintió otra vez).

Si hoy el altiplano parece un desierto de ruinas nobles, su época de esplendor fue un cruce de luz y logística: puertos que latían al ritmo de la crecida, avenidas donde el polvo se barría con agua perfumada, templos que combinaban músculo ciclópeo y piel de granito, esculturas pintadas sin rubor. Ghiza fue una máquina solar para fabricar eternidad; por un tiempo, el mundo tuvo esquinas tan exactas que el amanecer no pudo evitar tropezar con ellas.

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