Del walkman al like: cómo comenzó en los 80 el camino hacia la juventud perdida en la tecnología
En los años ochenta, la modernidad llegó envuelta en plástico brillante, luces de neón y promesas de libertad individual. Fue la década donde los jóvenes empezaron a tener su propio arsenal tecnológico: las primeras consolas y ordenadores de 8 bits que transformaron el tiempo de juego en una experiencia solitaria y absorbente; los radiocassettes portátiles y los cascos que encerraban al adolescente en una burbuja sonora de la que nadie más participaba; el vídeo doméstico que convirtió la experiencia colectiva del cine en un ritual privado; incluso el teléfono, cada vez más accesible, que sustituyó la conversación de la plaza o del bar por la intimidad de una llamada en el pasillo de casa.

Aquello parecía un triunfo. Era la independencia, el inicio de una juventud emancipada de los padres, con herramientas propias para diseñar su mundo. Pero esa emancipación venía con un germen peligroso: el aislamiento. Mientras la publicidad nos mostraba adolescentes sonrientes con walkman colgado en el cinturón, en realidad se estaba sembrando una semilla de desconexión del entorno. Escuchar música dejó de ser un acto colectivo y se transformó en un viaje hacia dentro, donde la mirada al otro empezaba a perder relevancia.

Hoy, cuatro décadas después, el desenlace es evidente. Aquellos objetos que parecían inocentes fueron el prólogo de la pantalla infinita, del scroll eterno, de la dictadura del like y del filtro. Los jóvenes, cada vez más “conectados” gracias a las redes sociales, viven paradójicamente en un estado de incomunicación radical: saben de todos, pero no conocen a nadie; hablan sin cesar, pero sin escuchar; se exhiben sin descanso, pero rara vez se muestran de verdad.

De aquel inicio lúdico hemos desembocado en una juventud que ha cambiado la comunidad por la vitrina personal, la cultura por el meme efímero y el esfuerzo por la inmediatez. Se ha forjado un nuevo ciudadano: egocéntrico, perezoso, obsesionado con la imagen corporal y atrapado en un hedonismo vacío que nunca sacia.
Lo que en los 80 era una chispa de libertad tecnológica, hoy se revela como el origen de una trampa cultural: la de una juventud que creyó ganar el mundo en la palma de la mano, pero terminó perdiéndose a sí misma.









