María Pombo, leer o no leer, y la gran impostura cultural
Nadie en su sano juicio va a defender que María Pombo sea una ilustrada destinada a mejorar el mundo. No lo es ni lo pretende. Su universo está hecho de stories, estilismos y un modo de vida aspiracional que conecta con su público como una novela rosa en tiempos de 5G. Pero aquí está la clave: su falta de trascendencia no tiene nada que ver con el hecho de que lea poco o mucho. Porque la inteligencia no nace de pasar páginas, igual que la estupidez no se cura con subrayadores fluorescentes.
Lo verdaderamente curioso es ver cómo ciertos sectores —muchos de ellos vinculados a la izquierda cultural— se pavonean de su supuesta condición de grandes lectores, como si tuvieran siempre a Proust en la mesilla. Pero cuando uno escarba un poco, descubre que lo que consumen son “Mortadelos”, frases motivacionales de perfil de Facebook y artículos deportivos del diario AS. Es decir: nada que los convierta automáticamente en guardianes del pensamiento crítico universal.
La impostura se sostiene en un mito: que leer, aunque sea la lista de ingredientes de un champú, te eleva por encima de quienes no leen. Y, sin embargo, lo vemos a diario: políticos que recitan citas con solemnidad impostada para ocultar su vacío, periodistas que encadenan referencias como abalorios sin entender nada de lo que dicen, opinadores que confunden biblioteca con pedantería.

María Pombo, con todos sus límites, es al menos transparente: no pretende salvar al mundo ni disfrazarse de intelectual de tertulia. Su éxito se basa en mostrar la vida que otros desean consumir en cápsulas breves, sin la necesidad de pontificar sobre Kant ni presumir de haber leído La náusea. Y en esa honestidad hay, paradójicamente, más verdad que en la pose de muchos que se hacen llamar “cultos”.
Porque, al final, la realidad es esta: se puede ser brillante leyendo poco y se puede ser necio leyendo mucho. Lo que define a una persona no es la cantidad de páginas que devora, sino lo que hace con lo que ve, escucha, siente o experimenta. La estupidez, como la lucidez, no tiene domicilio fijo: puede habitar tanto en la biblioteca como en el story de Instagram.