Tatuajes como metáfora de la estupidez social del siglo XXI

Hubo un tiempo en que el tatuaje pertenecía a los márgenes, a esos pliegues del mundo donde lo salvaje, lo marginal o lo heroicamente individual aún tenía territorio. Eran los símbolos quemados en la piel de tribus africanas o amazónicas que, ancladas en sus mitologías, sobrevivían en un tiempo anterior a la Historia. Eran el blasón áspero de moteros de carretera infinita, los Ángeles del Infierno que confundían el ruido del motor con una plegaria. Eran las cicatrices voluntarias de punks irredentos, ultras futboleros de taberna oscura o bandas callejeras que gritaban pertenencia en tinta barata o incluso delincuencia de alto postín como el yakuza japonés. En los márgenes, los tatuajes tenían sentido: eran lenguaje tribal, gesto de desafío, un pedazo de biografía que no buscaba likes ni escaparates.

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Pero el siglo XXI llegó como una marea globalizadora que todo lo iguala y todo lo exhibe. Las redes sociales hicieron del YO un altar perpetuo, y el tatuaje dejó de ser un código secreto para convertirse en megáfono. Tiendas de tatuajes brotaron en cada esquina, como franquicias de identidad instantánea. De repente, la piel humana se transformó en valla publicitaria del ego. Actores que antes ocultaban sus marcas bajo el maquillaje ahora las exhibían como medallas de autenticidad; estrellas de televisión y músicos domesticados por la fama adoptaron el tatuaje como un accesorio más de marca personal.

El estallido final lo provocaron los dioses modernos del deporte. En la NBA, los cuerpos empezaron a volverse mapas imposibles, cartografías de una épica doméstica. Y en el fútbol, esos emperadores del balón –de Sergio Ramos a una legión de imitadores– erigieron el tatuaje como evangelio: cada línea de tinta era un hito vital, cada símbolo, una notificación permanente. La piel dejó de ser carne para ser muro de Facebook, story infinita, altavoz de la banalidad con pretensiones.

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De este modo, la sociedad entera se lanzó al graffiti epidérmico. Pintarse el cuerpo empezó a parecer más urgente que leer un libro. El tatuaje, antaño totem o rebeldía, se convirtió en moda de centro comercial. Se le inventaron estilos y escuelas como si fuera el nuevo impresionismo, una etiqueta culta para justificar lo que en el fondo era consumo de tendencia. Así, el planeta se dividió en dos mundos imaginarios: los “elfos”, esa minoría que gobierna la economía, la política y la cultura, y los habitantes de Mordor, masa enardecida que confunde atrevimiento con repetición. Entre científicos, médicos de prestigio, políticos de alto nivel o empresarios de élite, los tatuajes son rareza; entre los suburbios sociales y culturales, florecen como hongos en la humedad.

Los deportistas-mesías del balompié, aliados de la música urbana y el reguetón, terminaron de canonizar el fenómeno. Porque en la era del “literal, bro”, ser tendencia es un deber cívico y la experiencia es un filtro de Instagram perpetuo. El tatuaje ya no significa: señala. Es un faro portátil que grita “mírame”, un aplauso en la carne para un mundo sin silencio. Y ahí, en esa piel convertida en pizarra de banalidad, late la metáfora de una estupidez social: la de un siglo que confunde profundidad con trazo negro y autenticidad con exhibición.

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