El imbécil de las manos en la cabeza de Youtube
Hay un personaje omnipresente en la fauna digital de YouTube: el imbécil de las manos en la cabeza. No tiene nombre propio, pero se multiplica como plaga. Cada vez que uno se aventura a buscar un video —ya sea una reseña de cine, un análisis político o la receta de unas croquetas—, ahí está él: congelado en la miniatura, ojos desorbitados, la boca abierta como si hubiese descubierto el Santo Grial, y las manos aferradas a la cabeza como si la física misma se hubiera quebrado ante sus ojos.
Se trata de la coreografía oficial del “creador de contenido”, un rito vacío en el que se sustituye el ingenio por la mueca. La palabra contenido, que alguna vez podía significar sustancia, hoy se ha degradado hasta convertirse en sinónimo de “basura empaquetada con emojis”. Y este gesto, repetido hasta la náusea, es su escudo de armas: una alarma visual que promete al espectador que, pase lo que pase, se avecina “algo sorprendente”.
Pero no hay sorpresa alguna. Tras el teatro de la miniatura, el video suele ser un torrente de banalidades, un refrito de rumores, un gameplay sin chispa o una narración de lo obvio. El verdadero espectáculo no es lo que muestran, sino lo que fingen sentir. Es la comedia de la falsa sorpresa, un simulacro de emoción en el que el grito no responde a un hallazgo, sino al algoritmo.

El imbécil de las manos en la cabeza es, en el fondo, el retrato de una época: la era en la que la exageración barata sustituye a la creatividad, en la que el gesto sobreactuado vende más que la palabra precisa, en la que el espectador es tratado como un niño que solo atiende si alguien agita los brazos.
Y uno se pregunta, con un suspiro resignado: ¿cuándo se convirtió YouTube en un zoológico de gesticulaciones prefabricadas? ¿Dónde quedó el espíritu de aquella plataforma que permitía descubrir un ensayo visual, una charla apasionada o un experimento casero grabado en el salón de alguien?
Hoy, basta ver esas miniaturas idénticas —manos en la cabeza, cara de espanto, flechas rojas señalando lo evidente— para comprender que la sorpresa no está en el video, sino en la paciencia infinita de un público que aún hace clic.