Como era España entre 1970-1975: del miedo cotidiano al despertar democrático
Imaginemos que caminamos por una calle española en 1972. El aire huele a gasolina mal quemada y a pan recién salido del horno; los escaparates exhiben televisores de tubo, faldas midi, radios portátiles. La voz de Serrat o de Massiel suena por alguna ventana, mientras un grupo de jóvenes, con melenas cada vez más largas, murmura palabras aún temidas: libertad, democracia, futuro. Estamos en una España atrapada entre dos mundos, un país que aún camina bajo la sombra de Francisco Franco, pero que empieza a oler, con timidez, a cambio.

El pulso político
El régimen franquista, ya agotado, se mantenía en pie gracias a una mezcla de miedo, censura y rutina. En el Parlamento no había oposición; la democracia era una palabra prohibida y peligrosa. Sin embargo, en las calles y en los pasillos universitarios se gestaban movimientos clandestinos. El Partido Comunista resistía en la sombra, mientras socialistas y demócratas cristianos tejían redes invisibles. El pueblo, cansado pero contenido, miraba al futuro con desconfianza: la esperanza estaba en el horizonte, pero el horizonte aún era brumoso.
La represión policial era un recordatorio constante de los límites. Una manifestación podía acabar en carreras y porras. Había miedo, sí, pero también una nueva terquedad: la juventud nacida tras la guerra civil ya no aceptaba el silencio con tanta docilidad.

El latido social
En los bares se hablaba de fútbol y de toros, pero también del precio de los alimentos, del turismo que inundaba las costas, de los parientes que trabajaban en Alemania o en Suiza. La emigración era un fenómeno común: miles de españoles buscaban en el extranjero lo que aquí aún se negaba. Con las remesas enviadas, las familias podían comprar electrodomésticos, una Vespa, quizás un Seat 600.
La televisión se convirtió en el nuevo altar doméstico. “Un, dos, tres… responda otra vez” daba un momento lúdico a un país gris. En las casas, la vida era sobria pero se iba llenando de pequeños lujos: un televisor en blanco y negro, una lavadora, una radio para escuchar a Karina o a Julio Iglesias. El pueblo vivía con contradicciones: obediencia hacia arriba, picardía en lo cotidiano, esperanza en silencio.

El arte y la cultura
La censura marcaba los libros, los guiones y los periódicos, pero la creatividad encontraba sus grietas. En el cine, Carlos Saura retrataba, con metáforas y simbolismos, la represión y la memoria de la guerra. Berlanga esquivaba con ironía los ojos de la censura. En la música, Serrat, Lluís Llach o Paco Ibáñez prestaban voz a un sentimiento colectivo: nostalgia, resistencia, un ansia de decir lo que no podía decirse.
Las artes plásticas vibraban entre la modernidad y la desconfianza oficial. La vanguardia existía, pero siempre bajo la sospecha de lo “peligroso”. Sin embargo, en las tertulias privadas y en las universidades ya se debatían los nombres de Picasso, Miró o Tàpies con orgullo: eran espejos de un país que quería reconocerse más allá de la rigidez oficial.

Acontecimientos que marcaron el lustro
Entre 1970 y 1975, España vivió una mezcla de rutina y sobresaltos. En 1970, el Proceso de Burgos puso al mundo en alerta: un juicio militar contra militantes de ETA, con penas de muerte solicitadas, generó protestas internacionales y encendió un debate interno sobre la justicia del régimen. El turismo, por otro lado, transformaba la geografía: Benidorm, Torremolinos o la Costa Brava se llenaban de extranjeros en bikini, algo que escandalizaba a los más conservadores pero que dejaba divisas jugosas.
La crisis del petróleo en 1973 golpeó duro: la gasolina subió, el transporte se encareció, y las dificultades para las familias crecieron. Ese mismo año, el asesinato de Carrero Blanco —mano derecha de Franco— fue un golpe simbólico y político de magnitud histórica. El régimen, que parecía inamovible, se tambaleó aunque no cayó.

Mientras tanto, Franco envejecía, su salud se debilitaba y la pregunta que flotaba era inevitable: ¿qué pasará cuando muera? La respuesta estaba en el aire, entre rumores de apertura y temores a un regreso del caos.
La vida cotidiana
¿Cómo vivía la gente corriente? Entre sacrificio y pequeñas alegrías. Las madres iban al mercado con la cesta, calculando precios de frutas, aceite, garbanzos. Los niños jugaban en la calle hasta tarde, con chapas, canicas y bicicletas sin casco. El barrio era una gran familia: las vecinas compartían confidencias desde las ventanas, el cartero conocía a todos, y el cura del pueblo aún ejercía como árbitro moral.
El pueblo español de aquellos años vivía con una mezcla de resignación y picardía. Se obedecía en público, pero en privado se reían chistes verdes y se susurraban críticas al régimen. Era una sociedad que aprendió a hablar con metáforas, a esquivar la censura incluso en la conversación del bar.

Epílogo de un tiempo
Entre 1970 y 1975 España era un país en transición sin saberlo. Aún encadenada al franquismo, pero con una juventud que miraba a Europa, con un pueblo que ya no solo obedecía, sino que comenzaba a soñar con otra vida. Era un tiempo de grises en las fachadas y colores escondidos en el interior. Un país de contrastes: obediente y rebelde, tradicional y moderno, silencioso y bullicioso al mismo tiempo.
Y cuando en noviembre de 1975 la noticia de la muerte de Franco se anunció en la televisión, millones de españoles se miraron unos a otros con una mezcla de alivio, miedo y expectación. El país que habían vivido entre 1970 y 1975 se cerraba como un capítulo, dejando abiertas las páginas de una nueva historia.

TESTIMONIO FINAL
En los años que van de 1970 a 1975, España era un país que parecía detenido en un reloj de péndulo. El régimen de Franco seguía imponiendo su orden férreo, pero en la calle se escuchaban ecos nuevos, murmullos de modernidad que chocaban con la rutina. Para entender cómo se vivía, quizá lo mejor sea escuchar las voces de quienes caminaban entonces.
La voz del padre
«Yo trabajaba en una fábrica textil, en Barcelona. Entrábamos de madrugada, salíamos cuando ya caía el sol. Los sindicatos eran clandestinos; si te descubrían en una reunión, te podían arruinar la vida. Pero había que pelear, porque el sueldo no alcanzaba. A veces hablábamos en el bar de lo que vendría después de Franco, pero siempre bajito, con cuidado. El miedo estaba ahí, como un vecino invisible. Y, sin embargo, también había orgullo: por primera vez teníamos un coche, un 600 que compartíamos toda la familia. Ese coche era nuestra libertad en miniatura.»
La voz de la madre
«La vida era sacrificada, pero no faltaba la risa. Íbamos al mercado cada mañana. Conocías a la frutera, al pescadero, a todo el mundo. La televisión se convirtió en una ventana: yo no me perdía ‘Un, dos, tres…’ ni los festivales de música. El cura seguía controlando mucho, pero poco a poco las mujeres hablábamos más entre nosotras de cosas que antes eran tabú. Cuando veía a los extranjeros en bikini en la playa pensaba: algún día mis hijas también se vestirán como quieran.»

La voz del hijo mayor
«Yo tenía veinte años y estudiaba en la universidad. Allí se vivía otro aire: fotocopias clandestinas de libros prohibidos, reuniones en pisos alquilados, pintadas en las paredes. Queríamos democracia, aunque ni siquiera sabíamos cómo sería. Me marcó el Proceso de Burgos: nos dimos cuenta de que el mundo miraba a España, que no estábamos solos. Y luego, lo de Carrero Blanco… aquello fue como si un rayo hubiera atravesado el régimen. Mis padres estaban asustados, yo sentía que la historia se movía bajo nuestros pies.»
La voz de la hija pequeña
«Yo era niña, y mis recuerdos son otros. Jugar en la calle hasta que anochecía, las canciones de Karina en la radio, los domingos en familia con tortilla y gaseosa. No entendía de política, pero sentía que había algo raro en los mayores, como un silencio espeso cuando hablaban de Franco. En clase nos hacían rezar y cantar el ‘Cara al sol’, pero a mí me gustaban más los cromos de la liga y las tardes de cine con mi hermano.»