Ubisoft: el último bastión de la era que soñaba con jugar
Hubo una época en que el videojuego era un acontecimiento, no un algoritmo. Una era donde la industria respiraba como una constelación de sueños compartidos, y el E3 era su misa mayor: un teatro de luces y vértigo donde cada año se revelaban los futuros posibles. En aquel Olimpo electrónico, las tres grandes —Nintendo, Sony y Microsoft— compartían protagonismo con cuatro titanes third party: Electronic Arts, Activision, Bethesda y Ubisoft. Eran las casas de la imaginación industrial, los estudios que podían robar los focos a las propias fabricantes de consolas.
Hoy, de esos cuatro colosos de occidente, solo Ubisoft sigue en pie con alma propia. No porque no haya cambiado —lo ha hecho, a veces con torpeza, a veces con la desesperación de quien teme la extinción—, sino porque, milagrosamente, sigue siendo una empresa familiar. En un océano donde las fusiones, adquisiciones y fondos de inversión han devorado la identidad de casi todos, la familia Guillemot continúa al timón. Y eso, en el contexto actual, es casi un acto poético: el de una dinastía que resiste para mantener viva la esencia del videojuego clásico, aunque sea a través de sus ruinas.

La deconstrucción del videojuego tal como lo conocíamos ha sido lenta pero inexorable. Las pantallas dejaron de oler a plástico nuevo, los mandos a promesa; el ritual del lanzamiento se transformó en servicio perpetuo. Hoy, el videojuego se “actualiza” más que se crea. Pero Ubisoft, con sus aciertos y sus tropiezos —con Assassin’s Creed convertido en franquicia nómada, Far Cry repitiendo sus fórmulas como un mantra, y Skull and Bones eternamente perdido en el mar—, mantiene viva la vieja pulsión: la de inventar mundos, no solo rentabilizarlos.
Quizás por eso se le perdona tanto. Porque aún hay un aroma artesanal bajo su maquinaria corporativa. Porque en sus mejores momentos —un Valhalla que emana historia, un Mario + Rabbids que destila inocencia, un Prince of Persia: The Lost Crown que vuelve a sentir el peso del cuerpo en el salto—, Ubisoft recuerda que el videojuego puede ser todavía un espacio de belleza, de reto, de curiosidad.

Electronic Arts abrazó el deporte automatizado y la monetización como ciencia; Activision se diluyó en la maquinaria bélica de Call of Duty hasta ser absorbida por Microsoft; Bethesda, tras su compra por el mismo gigante, se ha convertido en un satélite de la estrategia del Game Pass. Ubisoft, en cambio, se ha quedado sola, tambaleante pero libre.
En su fragilidad reside su valor. Es la última testigo de aquella era de los E3, donde cada avance de cámara sobre un logo nuevo nos hacía creer que el futuro sería jugable. Hoy el videojuego vive su deconstrucción, su tránsito hacia la niebla digital del contenido y el algoritmo, pero Ubisoft —con todos sus fallos y contradicciones— resiste como un organismo primitivo que se niega a extinguirse.

Quizá el tiempo la arrastre. Quizá sus franquicias se cansen de sí mismas. Pero mientras la familia Guillemot siga al mando, Ubisoft seguirá siendo la memoria viva de una industria que soñaba con maravillar. No la más perfecta, ni la más innovadora, pero sí la más humana.
En un mundo donde todo se actualiza, ella, con todos sus errores, sigue creyendo en lo más antiguo: jugar.
Ya solo nos queda Japón (Capcom) y su independencia actual.